domingo, 17 de junio de 2012

Caso Agustín Rueda. Crimen de Estado


AGUSTÍN RUEDA: UNA VIDA QUEBRADA A GOLPES

 Toda muerte sacraliza, pero, en este caso, al convertir el hecho en suceso, la prensa la ha distorsionado, quedándose con lo monstruoso, lo diferencial, oscureciendo a Agustin Rueda hasta robar su recuerdo a la gente que lo trató.En este tipo de muerte, asesinato, muerto por algo o en nombre de algo es fácil caer en un olvido interesado o devenir héroe, fetiche de pocos. Agustin nunca quiso ser héroe. Trataremos aqui de acercarnos a su biografia y a sus escritos , para recuperar su imagen de hombre normal que incluso muere de forma -aún mas cruel y aberrante-"normal", porque es normal que cierta gente sea cruel y aberrante, y que la victima sea un Agustin Rueda Sierra, trabajador y libertario. Nació el 14-11-1952 , en una barraca de la Colonia de Sallent, pueblo minero con importante porcentaje de inmigrantes. Madre tejedora y padre minero que, con el drama de la miseria habitual en la época, no conseguirían algo semejante a un piso hasta el 56, concedido por la empresa. Esta Colonia donde nace sera objeto de reflexión constante a lo largo de su vida: su pensamiento remitió a ella en todo momento. Acude a la escuela -otro hito- hasta el 8-7-66 en que finalizados los estudios primarios topa con su condición de hombre pobre: ha de conseguir trabajo. Cuatro años de aprendiz de matricero en una empresa auxiliar del automóvil (Metalauto entonces, Authi luego, al cambiar de propietarios. Ahora Commetasay) a 8 km de la Colonia. Es fácil adivinar los componentes del cuadro que les lleva a tener ya en esos momentos una conciencia inicial de explotado. Su respuesta , sin embargo, no es encuadrarse en un partido, hacerse cuadro. No se politiza por un ansia abstracta de libertad, por el Vietnam o por el mayo del 68. Lo inmediato le oprime y le impacta: así pues, luchará en un terreno inmediato. Tratando de vencer la apatia tradicional -el ciclo explotación -miseria-ocio brutalizado repetido todos los dias hasta la inevitable enfermedad o despido -intenta dinamizar el barrio. Crea un Club Juvenil, consigue proyecciones, conferencias, recitales de cantaores.....Apasionado del futbol ( carece del snob desprecio hacia el deporte tópico entre jóvenes que se sueñan distintos), consigue crear un equipo al que también siempre volverá su recuerdo. Tiene 18 años. El ACOSO El aprenndizaje parece haber sido en varios sentidos. En abril del 71 deja la fábrica y, luego de dos trabajos cortos como montador en una mina y en una fabrica de tejidos, logra trabajo en Sallent. En febrero de 1972, se produce la huelga y encierro de los mineros de Balsareny y Sallent. Agustin se vuelca: asambleas informativas, manifestaciones, grupos de ayuda.... Llega a reunir a los comites en su casa a falta de lugar mejor.Consecuencia logica: en septiembre es expulsado del trabajo: Los caciquillos industriales de la comarca ven en él un enemigo. Continúa, sin embargo, ligado al lugar.El 17 de noviembre, en un cruce de la salida de la Colonia, con la carretera, muere atropellada la madre de un compañero. Otra consecuencia más de la explotación y la miseria de las condiciones de vida de la Colonia . En la manifestación subsiguiente, el diecinueve de noviembre, es detenido, buscado expresamente en su casa por la policia. Ingresa en la Modelo, de donde saldra en febrero del 73. Es el fin de una época. Agustin comienza a exigirse a sí mismo. Vuelve a Sallent, pero para las autoridades y la escasa gente de orden se ha convertido en la bestia parda. No le dan trabajo. Lo consigue esporádicamente, como albañil o como temporero en vendimias y recogidas de fruta. La vida le arrincona. Su madre queda ciega. El Club juvenil -fundamental como dinamizador- es cerrado por la empresa y la guardia civil con la topica excusa banal: les acusan de robar unas cajetillas de tabaco. La tensa situación se rompe con la llamada a filas.. El 9-5-74 se incorpora a Infanteria de marina en Cartagena. Luego Ferrol, el 26 de junio. El 17 muere su padre, tuberculoso, debilitado por la miseria.Hay pocas noticias de su mili. Escribe poco a Sallent y acude solo a los funerales de su padre y su madre fallecida el 28-10-74. Se queda sin casa. Se licencia el 28-10-75 y reaparece en la Colonia.

 LA AVENTURA CONSECUENTE

 A su vuelta, continúa el acoso. No hay ningun trabajo para él, pero su presencia dinamiza al grupo joven del barrio. No olvida la importancia de la diversión y organiza un torneo de futbol, afición de toda su vida. En abril del 76, pasa por primera vez a Francia para ayudar a un desertor de la Colonia. El 14, llega su primera carta. Ha tomado contacto con los exiliados de Perpigñan y vive encima de la Libreria Española. Al poco tiempo, una bomba vuela la libreria y destroza la casa. Trata por todos los medios de llevar una vida propia, independiente de la politica y de la existencia viciada del pequeño círculo de exiliados. Recoge fruta en Ceret y trabaja el campo en Conellá de la Rivière durante varios meses. En octubre, llega clandestinamente a Barcelona. Pasa libros y panfletos libertarios. Vuelve a Francia con desertores, para retornar, en Noviembre, a la Colonia. Necesita Sallent, pero las autoridades le rechazan. Otra vez el acoso. No quiere ser una carga para su hermana y duerme en un piso que la empresa, dueña de todo, ha concedido graciosamente a un grupo musical para sus ensayos. Enterada la dirección, clausura el piso. Va a vivir a una masía abandonada próxima a la Colonia. Por supuesto, no tiene trabajo. Hay que escapar al acoso. Ya con pasaporte, en febrero del 77, vuelve a Perpiñan. Entra en contacto con un grupo autonomo libertario, pero en absoluto renuncia a su vida. No es un siniestro terrorista profesional. Su único dinero procede del trabajo del campo. Vive pobremente, fuera de Perpigñan y vuelve a jugar al futbol, en el SMOC. Un labrador jornalero libertario que juega al futbol es algo bien distinto de un revolucionario profesional. El 15 de Octubre del 77, sabado, a las 6 de la mañana es detenido en la frontera, en tierra española. Excesiva buena fe y un claro chivatazo.

 ULTIMA CONSECUENCIA: CARCEL

 Pasa 3 dias en la comisaria de Layetana de donde le llevaran a Figueras, a restablecerse de la paliza. A fines de mes, pasa a la carcel de Gerona. Entra en contacto con COPEL y se convierte en miembro activo, tratando de hacer tomar conciencia en el interior y de coordinar las actividades en el exterior, siguiendo la linea de COPEL que tanta " hostilidad" y silencio ha tenido en la prensa y los bienpensantes partidos. Los abogados Vidal (comité propresos CNT) y M. Segui (familiares y amigos presos politicos) parece que se encargarán de su caso. Solo el 1º le vio: una vez y al principio. Como consecuencia de su trabajo en COPEL , es trasladado el 1-1-78 a Carabanchel. Sus abogados, en principio ni se enteran. Hay un sospechoso silencio administrativo y un notable desconcierto. El Comité propresos de Madrid indaga en Carabanchel y recibe el aquí no está por respuesta. Son meses duros en COPEL y Agustin tiene abogado de oficio. El 2 de marzo, el Comite de Solidaridad de Sallent se traslada a Madrid y contacta con Anabela Silva, a quien encarga la defensa del caso. Para entonces, el caso ya era otro. Es la cárcel de España. Conocedor de las razones y de las consecuencias de la miseria, Agustin Rueda no distinguió entre políticos y comunes, y se entrego de lleno a COPEL. Por ello, nunca llegó a ver al juez. Tuvo otros jueces: sus mismos verdugos. Murio el 14 de marzo, a las 7.30 debido a un shock traumático, como hizo constar el doctor Gregorio Arroyo. Nadie le vio despues de la brutal paliza. Trasladado el cadáver a Sallent, fue enterrado sin permiso, incluso sin el de Sanidad. Habia que evitar escandalos. El director de la carcel y 10 funcionarios están procesados -como en su tiempo el inspector Matute- pero a ellos no les juzgaran sus carceleros ni sus encarcelados. Ellos estan en un pais de derecho.

 Ajoblanco Nº 33 Mayo 1978 










 La noche en que Agustín Rueda murió en la cárcel madrileña de Carabanchel se habían vivido horas de gran tensión. Un chivatazo había hecho que los funcionarios descubrieran la existencia de un túnel de cuarenta metros por el que pensaban fugarse algunos presos. El jefe de servicios necesitaba saber quiénes habían sido los promotores y quiénes habían estando maquinando en sus cabezas la idea de burlar la vigilancia y escaparse al primer momento de descuido. Así ordenó a varios funcionarios que se interrogase a algunos presos, a esos mismos que durante los últimos días se les había visto moverse con cierto nerviosismo, a esos que normalmente oponían mayor resistencia para acatar el reglamento penitenciario de toda la vida y que incluso a alguno de ellos se le había sorprendido a veces exponiendo extravagantes ideas: que si había que cambiar las condiciones de la prisión, que si las cárceles, tal y como funcionan, no sirven para regenerar a las personas, sino para embrutecerlas; que si no sé qué sobre una tal COPEL, y cosas por el estilo, entre ellas, insistentemente, que había que salir de allí como fuese y vivir en libertad.Eran las dos de la tarde del día 13 cuando cuatro funcionarios sacaron de la celda a Alfredo Casal, un preso de veintidós años que cumplía condena por un atraco de 5.000 pesetas, para conducirle ante el despacho del jefe. Allí, Alfredo estuvo repitiendo una y otra vez que «del túnel ese yo no sé nada», hasta que el jefe les hizo un gesto a los funcionarios mientras pronunciaba la palabra abajo. Abajo significaba someterse al interrogatorio en serio, de esa manera con la que es difícil seguir negando algo, lo que sea, durante mucho tiempo.

 Alfredo recuerda que fue conducido a la rotonda, conocida en el argot carcelario como la «perra chica», y situada en la parte inferior del penal. Nada más llegar, dice que comenzó a sentir escalofríos. «Era puro miedo», asegura. Y es que lo que vio no le podía dejar mucho margen de dudas sobre lo que le aguardaba: en la habitación había diez funcionarios, a los que luego identificó en sucesivas rondas de reconocimiento ante el juez, que estaban «descamisados, con las porras de goma encima de la mesa y en clara disposición de comenzar el interrogatorio». Interrogatorios en la "perra chica" No más de doce minutos estuvo Alfredo en la «perra chica»; salió de allí con «claras huellas longitudinales y en forma transversal, de las, al parecer, marcas dejadas sobre su tórax por las llamadas defensas de goma empleadas contra el declarante; intenso hematoma en región superior nasal y cuencas orbitales, y huellas congestivas en ambas manos». Alfredo reconoce que, dentro de lo que cabe, tuvo mucha suerte. Otros compañeros suyos salieron peor librados del interrogatorio: a Jorge González se le apreció «contusión en el hombro derecho, con probable fractura, pequeños y múltiples hematomas, como los que pueden producirse golpeando con los nudillos»; a José Luis de la Vega, «múltiples y pequeños hematomas, vergajazos múltiples y amplia contusión en la parte baja del hemotórax izquierdo»; a Juan Antonio Gómez Tovar, fractura de costilla; a Miguel Angel Melero, «extenso hematoma en muslos y nalgas, amoratados, congestionados y esquimóticos ambos hombros»; a Felipe Romero, «contusiones erosivas, hematomas y contusión en órbita derecha, con hemorragia conjuntival», y finalmente, a Pedro García Peña, «contusión en hombro izquierdo y base de región esternal». Pero Alfreso insiste en que tuvo suerte, no porque las palizas fuesen menores, eso no -dice que él puede asegurarlo-, pero sí que fueron relativamente breves. A los doce minutos de su comienzo, el jefe entró en la sala y ordenó a los funcionarios que parasen. «Dejad a éste, ya tenemos todos los detalles que nos interesan sobre quiénes han abierto el túnel.»

 Y en cuanto dijo esto se marcharon todos. Agustín Rueda estaba barriendo el patio cuando fueron a buscarle. Parece ser que le condujeron también a la «perra chica», pero no es posible conocer los detalles exactos de su interrogatorio, ya que, obviamente, él no pudo ir a declarar ante el juez, y después de las palizas, cuando se reunió con algunos compañeros, nada relató de lo que le había pasado. Sólo repetía una y otra vez que se encontraba muy mal y que le parecía que iba a morirse. Su agonía, de más de seis horas, fue presenciada en parte por Alfredo Casal, porque cuando dejó la «perra chica» fue trasladado a las celdas destinadas a los condenados a muerte («No se trataba de ninguna ironía, es que estas celdas eran precisamente las más aisladas y estaban vacías») y allí encontró, acostado sobre la colchoneta y retorciéndose, a su compañero Agustín, y a pocos metros, pero éste en mejor estado físico, a Miguel Angel Melero. "No sentía las agujas" «Agustín estaba como postrado», recuerda Alfredo. «Decía que avisáramos al médico, porque estaba muy mal y él pensaba que se iba a morir. Al poco rato llegó el doctor, le estuvo mirando e incluso le clavó unas agujas en las piernas, y Agustín no se quejaba, no decía nada, porque es que no las sentía, ¿no? A mí, si me clavan agujas en las piernas, me pongo a chillar, y él ni se movió, así es que era porque no se enteraba.» El doctor, según el testimonio de Alfredo Casal, pareció no darle mucha importancia al estado de Agustín. No ordenó que le trasladasen a la enfermería. Por lo que cuenta Alfredo, se limitó a decirle que si se sentía tan mal era porque «había cogido humedad mientras había estado excavando el túnel».

 Agustín le pidió primero al médico, a los funcionarios, que le ayudasen para ir al retrete, porque él se sentía incapaz de andar. Tampoco le hicieron caso y se hizo sus necesidades encima, sin apenas moverse de la colchoneta. Cuando llegó la hora de la cena, Alfredo subió a por la comida de los tres, ya que era él quien mejor se encontraba físicamente. Esa noche había para cenar sopa, un segundo que no recuerda y una naranja de postre. Miguel Angel tomó la mitad de la sopa y todo el postre, mientras que Agustín no probó nada, sólo tomó naranja y media y repetía que tenía mucha sed. Alrededor de las diez y media, cuatro funcionarios de la enfermería se llevaron a Agustín en la misma colchoneta en que estaba tendido, «estaba ya inconsciente, con un movimiento raro y alarmante en los ojos y no nos dijo nada cuando se marchó, yo creo que es que ya ni nos veía ». Los siete presos que relatan haber sufrido malos tratos ese día creen que a Agustín le pegaron en la rotonda de la perra chica, aunque ninguno lo vio. Pero aseguran deducirlo, porque, dicen, esa habitación produce mucho eco y ellos estuvieron un buen rato oyendo los gritos de su compañero y el sonido seco de los golpes. Alguno testimonió que había visto tirar unos cubos de agua sobre la persona que se hallaba dentro y de la que reconocían la voz de Agustín, «seguramente para reanimarle». Después vieron muy cerca de esa rotonda unas zapatillas y un pantalón de pana marrón, sucio, de alguien que no pudo quitarse la prenda y se hizo sus necesidades encima. Estos fueron los datos que entre todos aportan sobre su compañero.

 En la enfermería nadie le vio, y alrededor de las siete de la mañana del día 14 se empezó a correr la voz de que estaba muerto. Varias horas después, sobre las 11.30 horas del día 14, se recibió una llamada telefónica en el juzgado de guardia de Madrid. El director de la cárcel, Eduardo Cantos, anunciaba que «en el Hospital Penitenciario se encuentra el cadáver del recluso Angel Rueda Sierra». La pregunta inmediata del juez fue si la muerte había sido natural o violenta, a lo que el señor Cantos respondió: «No lo sé. Ahora voy a averiguarlo y les volveré a llamar.» Esta nueva llamada se realizó media hora después: «El cadáver ese de que les hablaba tiene algunos síntomas de lesiones en la cabeza y el cuerpo, pero no puedo precisarles ni el origen ni la importancia de esas lesiones.» "Se cayó por las escaleras" Inmediatamente, el juez de guardia, Luis Lerga; el secretario del juzgado, el fiscal y el médico forense se trasladaron al hospital de Carabanchel. Allí yacía, sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Agustín Rueda, vestido con unos pantalones de pijama de color verde. Las lesiones de que hablaba el director de la prisión le parecieron al médico forense «hematomas y heridas producidas con vergajazos u otros objetos contundentes, unas seis o siete horas antes de fallecer».

 El juez quiso saber entonces el origen de las lesiones y ésta fue la respuesta: «A nosotros nos parece que estas lesiones las sufrió ayer por la mañana, cuando le estábamos trasladando a las celdas de aislamiento. Se cayó por las escaleras, ¿sabe?, y cuando fuimos a levantarle nos amenazó con un cuchillo, en actitud muy agresiva, así es que tuvimos que reducirlo con nuestras defensas de goma reglamentarias.» La autopsia, realizada al día siguiente, comenzaba: «El cadáver pertenece a un varón de unos veinticinco años de edad, de hábito atlético, bien constituido, nutrido y fuertemente musculado.» En el estómago encontraron los restos líquidos de la naranja que le subiera Alfredo. Entre las conclusiones finales se decía: 1. Se trata de una muerte violenta, producida por un shock traumático. 2. Ha sido consecuencia de un apaleamiento generalizado, prolongado, intenso y «técnico». 3. No ha habido asistencia correcta desde el momento de las lesiones hasta la muerte. Diez funcionarios, a prisión Nada más tomar declaración a los responsables de la prisión, a los funcionarios, y a los otros siete reclusos lesionados, el juez decretó libertad bajo fianza de 200.000 pesetas para el director, Eduardo Cantos, igual tratamiento, pero con una fianza de 300.000 pesetas en fecha 5 de mayo, para los médicos Barrigow y Casas, acusados del delito de imprudencia temeraria, y prisión incondicional sin fianza para el subdirector, Antonio Rubio, el jefe de servicios, Luis Lirón de Robles, y los funcionarios Julián Marcos Mínguez, Hermenegildo Pérez, Nemesio López, Alberto de Lara, José Luis Rufo, José Javier Flores, José Luis Esteban y Alfredo Luis Mallo, ya que, según consta en el auto, «actuando provistos de porras de goma interfirieron al recluso Agustín Rueda lesiones en la mayor parte del cuerpo, a lo largo del interrogatorio, que determinaron su fallecimiento».

 Los citados funcionarios permanecieron casi un año en la cárcel de Segovia, de la que salieron en libertad bajo fianza al cabo de ese tiempo. El jefe de servicio, Luis Lirón, falleció en el mes de marzo del pasado año, a causa de un infarto de miocardio. En cuanto a los siete reclusos que resultaron heridos la misma noche en que murió Agustín, fueron trasladados a las prisiones de Ocaña, Burgos, Málaga y Puerto de Santa María. Dos de ellos, Alfredo Casal Ortega y Pedro García Peña, fueron trasladados a su vez en el mes de agosto pasado al penal de máxima seguridad de Herrera de la mancha, en Ciudad Real. Hasta ese momento, ambos reclusos habían acudido a las sucesivas citaciones del juez instructor para declarar acerca de los malos tratos presuntamente realizados la noche del suceso. Identificaron en diversas rondas de reconocimiento a los funcionarios que creían recordar como autores de los hechos y se ratificaron en sus declaraciones varias veces. En cada declaración iban añadiendo más detalles según iban rememorando la reconstrucción de la historia. "Quiero ser bueno" Sin embargo, a las pocas semanas de su Ingreso en Herrera ocurrió un hecho sorprendente. En una de sus visitas a Herrera de la Mancha, el letrado Gühl Navarro se encontró con un Alfredo Casal cliente suyo desde varios años antes, «completamente distinto al que yo conocía. incluso en los rasgos físicos. Del joven animoso que yo recordaba, cuenta el abogado, me encontraba sentado frente a un ser desmoralizado, que no contestaba a mis preguntas sobre si tenía miedo y de por qué me hablaba siempre con evasivas. Había dos funcionarios próximos al locutorio y cuando Alfredo observó que éstos ya no miraban me hizo un gesto con la mano, moviéndola como cuando alguien quiere expresar las palizas. Yo le pregunté si quería presentar denuncia, pero él se negó. "Ni pensarlo", contestó secamente.» En una entrevista posterior de Gühl Navarro a Herrera, Alfredo pidió a su abogado que redactase allí mismo un escrito de retirada de las denuncias contra los funcionarios de Carabanchel. «Quiero ser bueno y no quiero tener más problemas», fueron las palabras textuales de Alfredo. El escrito que quería firmar «para no tener más problemas» decía así: «Es mi voluntad retirar la denuncia contra los funcionarios de prisiones implicados y procesados en el sumario 21/78 (el de Agustín Rueda) del Juzgado de Instrucción número 2 de Madrid. Mediante este escrito me aparto formalmente de mi acusación en dicho sumario», finalizaba.

 Era el día 21 de noviembre del pasado año. Por estas fechas se recibieron en este mismo juzgado otros dos escritos. Uno, del abogado Gühl Navarro trasmitiéndole al juez sus «serias dudas sobre la libertad de decisión en que Alfredo Casal ha optado por retirarse de una acusación sobre la que nunca había mostrado el menor indicio de vacilación». y otro de Fernando Casal Moreno. padre de Alfredo, en el que comunicaba su deseo de que su hijo fuese sometido a examen médico y psiquiátrico porque «a lo largo de mis visitas he observado en él síntomas de palidez excesiva y una cierta pobreza de espíritu que parece estar motivada por miedo y terror». Unos meses antes, el 13 de agosto, Pedro García Peña había acompañado un escrito de renuncia similar, con unas connotaciones espectaculares: «Si yo presté declaración de que Agustín Rueda había muerto a consecuencia de las palizas que le dieron los funcionarios, ahora digo que no, que los malos tratos no fueron suficientes para quitarle la vida. y que cuando Agustín fue trasladado rápidamente a la enfermería, cualquier preso podía entrar en ella y actuar impunemente y ser uno de los reclusos el autor de su muerte.» En esta misma declaración de Pedro se añadía que ese recluso que pudo matar a Agustín Rueda lo hizo por intereses relacionados con la organización COPEL, «a la que interesaba que los funcionarios cargaran con la culpa de esa muerte». "Intranquilidad de conciencia" Sin embargo, como en pura lógica no acababa de entenderse el que Pedro García se ratificara en varias declaraciones aportando todo lujo de detalles sobre los sucesos de aquella noche y que de repente alegase que todo era falso, incluyó un tercer punto aclaratorio en su renuncia: «Si yo he declarado en contra de los funcionarios», finaliza, «es porque he estado coaccionado y amenazado de muerte por la COPEL, y temía sus amenazas. Pero ahora, aquí en Herrera de la Mancha, he sentido una intranquilidad de conciencia que me hace declarar la verdad para que no paguen por un delito personas que no lo cometieron».

 Las renuncias de Alfredo y de Pedro no acabaron de convencer al juez. Así, el 10 de enero pasado les mandó trasladarse a Madrid para tomarles declaración. Al principio, Pedro García Peña se mostró esquivo y hasta irónico en sus respuestas al juez. Ante la insistencia de su señoría sobre si eran ciertas las declaraciones que había firmado en su escrito de renuncia, Pedro contestó: «Si yo he hecho cuatro declaraciones en un sentido y ahora escribo otra diciendo todo lo contrario, al poco tiempo de ingresar en Herrera, saque usted sus propias conclusiones, señor juez.» «Bueno, pero ¿son ciertas o no?, quiero que tú me lo digas», insistía el magistrado Luis Lerga. «Sí, claro», respondía Pedro, usted quiere que yo se lo diga, pero después el que vuelve a Herrera soy yo...» Finalmente, Pedro se animó a declarar y de sus afirmaciones puede destacarse: «Fue un grupo de funcionarios de los que no quiero dar el nombre por temor a represalias, los que, bajo amenazas, me hicieron escribir la renuncia en la biblioteca de la cárcel. Y lo hice porque me convenía y si quieren que lo haga otra vez, lo haré por temor a los malos tratos.» Sin embargo, Pedro declaró en su testimonio judicial que fueron ciertas todas las declaraciones efectuadas durante el procedimiento y, por tanto, falso lo que decía en la renuncia. Esto mismo declararía Alfredo Casal, aunque Alfredo fue más explícito a la hora de reseñar los motivos por los que retiró las acusaciones. Su relato comienza el mismo día en que ingresó en Herrera, el 3 de agosto. «Allí fui golpeado por varios funcionarios.» Junto con los nombres de pila de los funcionarios, añadió todo tipo de detalles sobre su físico, lugares donde trabajaban y todas aquellas cosas que pudieran ayudar al juez para identificarles. «En esta primera paliza perdí el conocimiento y cuando lo recobré estaba ya en mi celda, donde permanecí aislado durante 42 días.»  

«Mastique y trague» Esa misma noche, sobre las doce y media, varios funcionarios le condujeron ante el jefe de servicios, «que estaba sentado detrás de una mesa metálica que hay en el hall de la galería de aislamiento». Encima de la mesa, Alfredo reconoció su carpeta, un portafólios negro en el que había estado guardando recortes y escritos de todas sus declaraciones en el sumario de Agustín Rueda. Y recuerda que, después de unos golpes de bienvenida, le invitaron a sentarse. «Bueno, bueno, hombre, siéntese y tenga un cigarro», le dijeron. «No fumo, gracias», contestó él. «Vamos a leer juntos estos papeles que tiene aquí y al final ya veremos que pasa si no me convence lo que usted escribe.» Alfredo recuerda que comenzó a leerlos en silencio, uno por uno, que mientras lo hacía no pronunciaba palabra y que sólo de vez en cuando levantaba la vista del papel y le miraba a él muy fijamente. Cuando terminó, le dijo: «Empiece a comérselos. Mastique y trague.» «Yo no me como nada», contestó. «Que no, ¿eh? ... » Cuenta Alfredo que ante la contundencia de los golpes, hizo de tripas corazón y partiendo los papeles en trozos muy pequeñitos comenzó a masticar y tragar. Así, dice, hasta doce folios. «Me daban unas náuseas tremendas, se me revolvía el estómago porque además, ¿sabes?, los folios eran más bien gruesos. Si yo hubiese sabido esto, los habría comprado más finitos, de esos transparentes, pero, en fin ... » Ahora puede contarlo con cierta dosis de humor, porque ya lo ha digerido y se encuentra en Carabanchel, provisionalmente, con motivo de su venida a Madrid para declarar ante el juez. Tres horas dice que duró la ingestión de documentos y que para tragarlos mejor bebía constantemente de un botijo que le trajeron los propios funcionarios. Tardó varios días en poder volver a comer con normalidad los alimentos usuales, y al poco tiempo se retractó por escrito de todo lo denunciado anteriormente, «y puedo asegurar», añade, «que hubiera escrito todo lo que me hubiesen pedido». Después de tragarse Alfredo sus propias denuncias, un funcionario le explicó que él era amigo personal de algunos de los funcionarios que «por su culpa» habían sido encarcelados en Segovia y que, como buen compañero, haría lo posible por defenderles. Dicho esto, nuevamente ofreció un cigarrillo a Alfredo, y en este punto termina la declaración. Ahora, el sumario 21/78 correspondiente al caso Agustín Rueda, cuyo contenido ha sido realizado con «extraordinaria escrupulosidad», según palabras del juez Luis Lerga, acaba de ser concluido y remitido a la Audiencia Nacional. Hasta que se fije la fecha del juicio, que en medios próximos al juzgado instructor se temía se prolongase aún más de un año, los procesados continuarán en libertad y los dos presos, Alfredo Casal y Pedro García, cuyo testimonio ha sido decisivo para la investigación de los hechos, esperarán con los dedos cruzados para que, cuando llegue el miércoles, día en que se efectúan los traslados en las prisiones, no les devuelvan de Carabanchel a Herrera 

Publicado en el país 27-enero-1980





Sin Dios- Agustín Rueda.



 AGUSTÍN RUEDA Para que su recuerdo siempre nos acompañe 

 Alfredo Casal Ortega.


 El martes 13 de marzo de 1978 será una fecha que quedará grabada para siempre en mi memoria y me gustaría pensar que también lo será para muchas personas amantes de la libertad. Durante aquellos años, llamados de “transición democrática”, que siguieron tras la muerte del dictador Franco, en las cárceles se vivían momentos de luchas por conseguir cambios en un sistema penitenciario represor, en el que sistemáticamente se violaban los más elementales derechos fundamentales. Los motines, las huelgas de hambre, los cortes de venas, el tragarse objetos y demás formas de protesta. fueron el pan de cada día desde el año 1976 hasta el 1979. Fue en ese período cuando detuvieron en Cataluña a Agustín Rueda Sierra, al que se le acusaba de haber pasado unos explosivos por la frontera franco-española. Se le trasladó a la prisión madrileña de Carabanchel. Era un ANARQUISTA de profundas convicciones y que se desvivía por ayudar a los demás. Fue repudiado por la CNT, que como siempre aconteció en su historia, trató de desvincularse de aquellos que trataban de realizar algo más, y que ellos no controlaban. En la prisión de Carabanchel, Agustín se sumó rápidamente a la lucha llevada por la C.O.P.E.L., participando activamente en todas las iniciativas encaminadas a conseguir las reivindicaciones que se exigían al Estado. El clima que en esos momentos se vivía en Carabanchel, era de un auténtico caos. Sin luz, con todas las instalaciones destruidas, y encima con gritos nocturnos fruto de las palizas que los carceleros indiscriminadamente propinaban, con el beneplácito del entonces Director General Jesús Hadad Blanco. En aquellos momentos no existían distinciones entre los presos, conviviendo en un mismo espacio anarquistas, etarras, grapos, los denominados presos comunes, y menores de edad provenientes del reformatorio que estaba siendo transformado; y todos ellos, sin distinciones, se consideraban presos sociales. Con ese panorama de fondo, muchos presos intentaron fugarse, de forma individual o colectivamente, bien a través de los muros o de túneles excavados.

 El día 13 de marzo de 1978, sobre las 10 de la mañana, los funcionarios encontraron un túnel realizado desde el comedor de la 7ª galería. Estaba vacío y su frustración fue grande al no encontrar a ningún preso en su interior. Rápidamente se corrió la voz de que habían encontrado un butrón, uno más. El ambiente estaba tenso, se palpaba que algo iba a ocurrir. Me acuerdo de que ese día hacía sol, pero pronto vendrían las tinieblas y la oscuridad. No pasaría mucho tiempo, vivido en una tensa calma, hasta que desde los altavoces del centro empezaron a nombrar con intervalos de unos 30 minutos a un total de siete presos. Sus nombres eran: Felipe Romero Tejedor, Pedro García Peña, Juan Antonio Gómez Tovar, Miguel Ángel Melero, José Luís de la Vega, Alfredo Casal Ortega y Agustín Rueda Sierra. Todos ellos fueron conducidos en un primer momento a Jefatura de Servicios y a continuación llevados a los sótanos de la primera galería, donde se encontraba la “perra chica”, lugar abovedado y circular que había sido utilizado para ejecutar con el garrote vil, y que tenía cerca tres celdas grandes con barrotes en lugar de puertas, que solo habían sido utilizadas por los que esperaban ser “ajusticiados” en tiempos aún recientes del franquismo. Uno a uno fueron torturados y machacados con una saña propia de perros rabiosos. Los ejecutores de esas torturas fueron los carceleros Julián Marcos Mínguez, Hermenegildo Pérez, Nemesio López, Alberto de Lara José Luís Rufo, José Manuel Flores, José Luís Esteban y Alfredo Luís Mallo. Todos ellos actuaron bajo la supervisión directa del director de la prisión de Carabanchel Eduardo Cantos, del sub-director Antonio Rubio y del jefe de servicios Luís Lirón Robles, que también participaron en las torturas.

 Las torturas que se realizan en las prisiones son aún más crueles y salvajes que las que se podían realizar en cuarteles y comisarías, ya que nadie iba a ver tu cuerpo, por lo que todo valía, no importando en que parte del cuerpo fuera. Cuando acabaron conmigo. Me llevaron a rastras hasta una de las tres celdas que mencioné anteriormente y me tiraron a su interior. Allí se encontraban dos compañeros torturados y tirados en el suelo, Miguel Ángel Melero y Agustín Rueda Sierra. Agustín se encontraba bastante mal, y apenas se podía mover, siendo incapaz de levantarse. Estábamos todos doloridos y escuchábamos quejidos y lamentos provenientes de las otras dos celdas. Recuerdo que pedimos a gritos que viniera un médico, pero no obteníamos respuesta. Agustín tenía todo el cuerpo negro de los golpes recibidos. En un momento dado, que yo creo calcular que se correspondía con las dos de la tarde, me empezó a decir que no sentía los pies. Le empecé a realizar masajes para intentar reactivar la circulación sanguínea, pero era inútil, ya que cada vez la insensibilidad iba en aumento y poco a poco dejó de sentir las piernas. Sobre las tres y media, de rodillas para bajo no sentía nada. Fue el momento en que llegaron los dos médicos de la prisión, llamados Barrigow y Casas, que entraron en la celda y a los que expliqué los síntomas que padecíamos. Sacaron unas agujas largas y empezaron a clavárselas a Agustín en los pies. No había reacción. Fueron clavándoselas cada vez más arriba y cuando llegaron un poco más arriba de las rodillas dio muestras de sentir los pinchazos. De rodillas hacia abajo no sentía absolutamente nada. Los sanguinarios médicos se incorporaron y uno de ellos le dio una patada en las costillas a Agustín, diciéndole: “Eso es de la humedad del túnel”. Y como vinieron se fueron, dejándonos en las condiciones en que estábamos. Media hora más tarde nos tiraron, a través de los barrotes de la celda, como el que tira cacahuetes a los primates, unas pastillas para el dolor, abandonándonos a nuestra suerte. Agustín fue consciente durante todo ese tiempo de su real situación. En las horas que pasaron me dijo en varias ocasiones que sabía que se estaba muriendo. Tenía mucha sed, por lo que constantemente procuraba darle de beber en su boca y le mojaba los labios constantemente. Estuvimos hablando varias horas. A pesar de la crítica situación tuvo la entereza y ánimo envidiable, digno de admiración, pero poco a poco se iba apagando su vida. Sobre las 8 de la tarde ya no sentía nada en la totalidad de las piernas, a pesar de los masajes desesperados que le apliqué. Sin asistencia se estaba muriendo. En ese momento nos trajeron unas naranjas por cena. Agustín chupó los gajos pelados que le dí, en un intento de aplacar la tremenda sed que sentía. Yo me daba cuenta de que su vida se estaba apagando y él era consciente de ello, me lo decía. La impotencia que sentíamos es inenarrable. Nuestra frustración era total. Sobre las 10 de la noche ya apenas podía articular palabra, sentía mucho frío, su mirada cada vez estaba más y más perdida. A eso de las diez y media de esa norte, bajaron dos desconocidos acompañados de funcionarios carceleros, abrieron nuestra celda y pusieron a Agustín dentro de unas mantas y se lo llevaron a rastras, como si de un objeto se tratase. Nuestras protestas no sirvieron de nada. Sólo nos dio tiempo a apretarnos las manos. Ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Jamás olvidaré ese momento. Los acontecimientos que a continuación se sucedieron y el rumbo que tomaron, en ese momento nadie se los podía imaginar. Quedábamos seis torturados en tres celdas, y ya sabíamos quienes éramos a pesar de no poder vernos. No sabíamos cuál iba a ser nuestro destino. Pasamos la noche con dolores y con incertidumbre. No sucedió nada y no volvieron a pegarnos. En esos momentos no sabíamos los acontecimientos que estaban desarrollándose en el exterior, y que fueron los siguientes. A Agustín le trasladaron hasta el hospital penitenciario de Carabanchel, que se encontraba dentro del recinto carcelario. Allí acabó de morir esa misma noche.

 Mientras éramos torturados, un preso marroquí que trabajaba como ordenanza en la oficina del jefe de servicios y que se dio cuenta de lo que nos estaba sucediendo, en un descuido de los carceleros y desde el despacho de dirección, cogió el teléfono y llamó a mi abogado para decirle lo que el creía que estaba pasando. Lo pudo hacer porque pensaban que era un preso de confianza, lo que no sabían es que era un preso que trabajaba para la C.O.P.E.L., y que pudimos infiltrarle en la dirección del centro. Mi abogado Willy Ghul Navarro cuando tuvo conocimiento de lo que estaba sucediendo acudió al juzgado de guardia de Madrid, donde relató que creía que varios presos estaban siendo torturados dentro de la prisión de Carabanchel. El juez que estaba de guardia se llamaba Luís Lerga, que escuchó al abogado. Unas horas más tarde el director de la prisión Eduardo Cantos llamó al juzgado de guardia, (mismo juez), y le comunicó que había muerto un preso en el hospital penitenciario. El juez acudió al hospital y vio a Agustín cadáver. Al preguntar qué había pasado, el director le contestó que se había caído por las escaleras. El juez se enfadó y le contestó que eso era imposible, que tenía todo el cuerpo negro, y eso sólo podía ser de una paliza grandísima, ya que eran visibles las marcas de las porras por todo el cuerpo. Entonces el director cambió la versión y le dijo que al intentar registrarle sacó un cuchillo e intentó matar a un funcionario y hubo que reducirle. Entonces el juez le dijo: «¿y dónde están los otros presos que ustedes han torturado?, quiero verlos inmediatamente». En la mañana del día 14, el juez bajó a vernos a las celdas y vio nuestro estado. Nos comunicó que Agustín había fallecido, ordenó que nos hicieran un reconocimiento médico exhaustivo para enviar al juzgado, y nos prometió que en un plazo de 48 horas a todos aquellos que ordenaron y ejecutaron las torturas les enviaría a prisión. Esa noche aún dormimos en esas celdas. Sobre las 11 de la noche empezarnos a oír voces lejanas y carreras de un lado a otro que anunciaba que algo iba a pasar. No nos equivocamos. Media hora más tarde apareció para visitarnos el director general de prisiones Jesús Haddad. Quiso hablarnos por separado, a lo que nos negarnos, por lo cual dio orden de juntarnos a los seis en la celda que Melero y yo ocupábamos. Nos quiso hacer creer que era ignorante de que las torturas eran práctica habitual entre sus subordinados carceleros. Nos quiso ofrecer a cambio de nuestro silencio lo que quisiéramos, (condicionales, permisos). Tan sólo le exigimos que nos sacaran de esas celdas y nos regresaran a nuestra galería junto a nuestros compañeros. A pesar de las reticencias del personal que le acompañaba, acabó accediendo. Por la mañana nos trasladaron a nuestra galería, la séptima. Cinco días más tarde (los GRAPO) ajusticiaron al director general de prisiones, a tiros, cuando salía de su casa. Todos los torturadores ingresaron en prisión, como nos dijo el Juez. Allí estuvieron mientras el proceso estuvo en manos de ese juez de instrucción. Cuando el sumario pasó a la Audiencia para juzgamiento, el nuevo juez les puso en libertad. El juicio tardó en salir diez años. Todos los torturadores y asesinos fueron condenados. En total 13 torturadores. Director, Subdirector, Jefe de servicios, ocho funcionarios y los dos médicos. Las penas fueron de los ocho a los doce años. Espero que este breve relato de lo que pasó contribuya para recordar quién era v lo que pasó, para que AGUSTÍN RUEDA SIERRA esté siempre en nuestra memoria. La de él y la de todos aquellos que dieron su vida por luchar por la libertad. Hasta siempre AGUSTÍN.