sábado, 24 de noviembre de 2012

Nellie Bly y el asilo de la isla Blackwell

Nellie Bly y el asilo de la isla Blackwell





“¿Qué es este lugar?” Le pregunté al hombre, que tenía sus dedos clavados en mi brazo. “La isla Blackwell. Un sitio de locos del que no saldrás jamás”




Nos ubicamos a principios del siglo XIX, en una Nueva York llena de fábricas y chimeneas, donde se estaba empezando a construir edificios que alcanzaban el cielo y donde cientos de inmigrantes llegaban en barco con la esperanza de encontrar una nueva vida. Con el aumento de la población, se instaura la idea de que es necesario separar a las clases más bajas formadas por delincuentes, mendigos, personas desvalidas y enfermos mentales, del resto de la comunidad a través de la institucionalización. En 1928 la ciudad de Nueva York le compra a la familia Blackwell su isla, en la que pretende construir una prisión y un asilo para enfermos mentales, el primero de todos los Estados Unidos. Teóricamente fue construido para tratar a los enfermos, sin embargo de aquellas no se llevaba a cabo un análisis demasiado exhaustivo de los pacientes, no había clasificaciones consensuadas científicamente de las enfermedades mentales, y a menudo se confundían trastornos físicos, psicológicos y otras condiciones. Estas instituciones solían estar destinadas al mero confinamiento de las personas más que a su tratamiento, de modo que contaban con condiciones muy pobres y solían ser sucias y desorganizadas, ofreciendo un tratamiento muy poco humano a sus ocupantes. Los pacientes se dividían en cuatro clases: los ruidosos, destructivos y violentos; los idiotas, los convalecientes y una clase intermedia que estaba formada por aquellos que se encontraban en situaciones incurables pero que no tenían hábitos especialmente “molestos”. Sin embargo, el nuevo asilo defendía la necesidad de destacar el lado humano de los pacientes, y llevar a cabo sus intervenciones basadas en las teorías del tratamiento moral. Su diseño se caracterizaría por estar libre de barricadas y de barrotes en las ventanas, tratando de establecer una nueva concepción del internamiento… pero este nuevo modelo de asilo nunca llegó a construirse. Debido a problemas de financiación, tan sólo se construyeron dos alas, las cuales ni siquiera estaban provistas de equipamiento básico para los pacientes, y aún más destacable era la carencia de personal, que llegó al extremo de requerir la intervención de los convictos de la prisión de la isla como guardias y cuidadores de los internos del asilo. Estas característica reinaban en la mayor parte de las instituciones psiquiátricas del mundo, sin embargo se estaba empezando a dar paso a los movimientos antipsiquiátricos que propugnaban una mejora de la calidad de vida de los pacientes, y se iniciaba una lucha contra estas pobres condiciones. Sin embargo, la prensa lejos de interesarse en destapar esta situación, alimentaban sus páginas con historias sobre los pacientes y sus trastornos, que atraían la curiosidad de los lectores, deseosos de conocer qué se escondía entre sus paredes.

 La persona que dio el paso para hacer pública la penosa situación de los internos es la protagonista de nuestra entrada de hoy, una valiente mujer que se adentró en el asilo para conocer todos los entresijos de este lugar, y que salió para contarlo y abrirle los ojos a la población americana. Elizabeth Cochrane Seamen, era una jovencita risueña de 23 años cuyo vestido rosado le dio el apodo de Pink, enamorada del periodismo y que se mudó a Nueva York para lanzar su carrera. Con entusiasmo comenzó a buscar historias y bajo el nombre de Nellie Bly presentó una solicitud de empleo al periódico The New York World, donde pronto fue contratada. Su primer trabajo consistía en redactar un artículo sobre el asilo Blackwell, del que se escuchaban rumores sobre el tratamiento infrahumano de sus pacientes pero sin pruebas de peso, y Nellie estaba segura de que escribiría el mejor artículo posible. Nellie comenzó a cambiar. Vestía de forma extravagante, con ropa de segunda mano y con jirones. Se maquillaba excesivamente y descuidó su higiene personal, ya no se bañaba ni lavaba sus dientes.





Pasaba toda la noche en vela paseando de un lado a otro, y pronto sus vecinos comenzaron a preocuparse. Nuestra periodista estaba consiguiendo justo lo que quería, que pensaran que estaba loca. Practicaba durante horas frente al espejo para dar la impresión de que era una lunática, y caminaba por la calle dando tumbos. Ella misma se encargó de llamar a los servicios sociales para informar que había visto a una joven caminar aturdida por la calle a altas horas de la noche, y que tenía pinta de ser un peligro, por lo que sería buena idea encerrarla. Su actuación estaba siendo tan brillante, que en sus publicaciones recordaba entre risas lo bien que lo había pasado viendo atemorizados a sus vecinos, que comentaban ajenos a su lucidez que tenían pánico de pasar la noche con “una loca como esa” y que si no se andaban con cuidado probablemente “los mataría a todos antes del amanecer”. No tuvieron que pasar más que unos días para que la policía golpeara su puerta y se la llevara al ala psiquiátrica del hospital Bellevue, donde ella decía una y otra vez no tener ni idea de qué hacía en Nueva York, y con un poco de teatro, un intento de acento extranjero y contradicciones continuas en su historia, provocaron que su historia se convirtiera en la sensación informativa del momento, de la que se hicieron eco los principales periódicos preguntándose quién era aquella chica.

Una vez que consiguió ser ingresada en la unidad psiquiátrica, Nellie decidió que actuaría de forma normal, tal y como lo hacía en su vida cotidiana, sin embargo, cuanto más normal actuaba peor considerada era por los doctores. No eran capaces de saber qué era lo que le pasaba realmente, y aunque algunos sospechaban de la incongruencia entre sus síntomas, la mayoría definían su historia como el caso más peculiar que jamás habían tratado. Su doctor destacaba como síntomas que nunca parecía estar cansada, sus delirios, su actitud apática y la forma en la que agitaba sus manos y brazos, junto a su pérdida de memoria indicaban un claro caso de histeria. Estaba indudablemente loca, y eso le acababa de brindar un pasaje al asilo Blackwell. En su obra, Nellie narraba el horrible viaje en el ferry hasta la isla. La embarcación estaba repleta de mujeres, algunas enfermas y otras cuyo máximo problema era ser extranjeras y no conocer el idioma, lo que las hacía grandes candidatas para acabar encerradas. Allí Nellie pasó diez días, los días que le darían la posibilidad de observar todas las aberraciones a la que eran sometidos los pacientes, y mostrarle al mundo la realidad de los asilos, que sería uno de los primeros pasos para acabar con ellos. En su obra “Diez días en un manicomio” define la experiencia como una pesadilla capaz de enloquecer a cualquiera.





“¿Que, a excepción de la tortura, podría producir la locura más rápido que este tratamiento? Aquí se envían a las mujeres para ser curadas. Me gustaría que todos aquellos que me condenan por lo que hice, que han demostrado sus habilidades, tomar a una mujer perfectamente sana, hacerle callar y sentarse de 6 de la mañana a 8 de la tarde en duros bancos, sin permitir que hable o que se mueva durante todas esas horas, no permitiendo que lea o que conozca información alguna del mundo exterior, dándole comida en mal estado y maltratándola, y ver cuánto tiempo tarda en volverse loca. Dos meses harán que acabe enferma física y mentalmente.” La periodista narra minuciosamente los detalles de su encierro, en el que presenció tratos denigrantes dirigidos a las pacientes. Las enfermeras obviaban las atenciones más básicas, abusaban de los baños de agua fría, sobremedicaban a las mujeres para que no molestaran e incluso les negaban un simple vaso de agua. En sus artículos cuenta cómo algunas pacientes eran golpeadas y abandonadas en algunas habitaciones durante horas, hasta que se quedaban dormidas y dejaban de quejarse. “Inyectan tanta morfina que las pacientes enloquecen. He visto a esas mujeres volverse locas pidiendo agua debido a los efectos de las drogas, y las enfermeras negársela. Las he oído suplicar toda la noche una gota y no recibirla. Yo misma grité pidiendo agua hasta que mi boca estuvo tan seca y resquebrajada que no podía hablar.“ Después de diez días, un abogado del periódico para el que trabajaba Nellie se dirigió al complejo ara exigir el alta de la supuesta paciente. La publicación de la obra de la señorita Bly supuso un antes y un después en este asilo. La población quedó conmocionada con las historias que narraba la periodista, y los cambios no tardaron en llegar. Las pacientes extranjeras fueron sacadas del asilo, los servicios sanitarios y alimentarios mejoraron enormemente, se incrementó el personal y los recursos.

 La joven periodista consiguió mejorar la situación de muchas personas, y alcanzó el éxito siendo muy joven, convirtiéndose en corresponsal de guerra durante la Primera Guerra Mundial. Acabó casándose con un millonario y abandonando su vocación para dedicarse a la empresa familiar. Murió joven, a los 57 años debido a una enfermedad, pero nos dejó los comienzos del periodismo de investigación, sus grandes historias de valentía y superación, y descubrió al mundo que la locura es algo misterioso, y que a cualquiera puede pasarle cualquier cosa. “Qué cosa tan misteriosa eso de la locura. He visto pacientes que han sellado sus labios para siempre para mantenerse en silencio perpetuo. Viven, respiran, comen… su forma humana sigue ahí, pero ese algo sin el que nuestro cuerpo no puede vivir, ha desaparecido, se ha perdido. A veces me preguntaba si detrás de aquellos labios sellados moraban sueños que no podíamos conocer, o si todo estaba vacío“




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No se llamaba Nellie Bly ni estaba loca, sin embargo en 1887 Bly publicó una serie de crónicas con sus testimonios de algo más de una semana en un terrible manicomio de Nueva York. Nellie Bly es el pseudónimo de Elizabeth Jane Cochran, una de las primeras periodistas estadounidenses. Nació en 1864 y a los 23 años ya estaba realizando arriesgadas investigaciones periodísticas. Para Diez días en un manicomio se hizo llamar Nellie Brown y decidió comportarse de forma inusual. La joven Brown aparece una tarde en un hogar para señoritas. Se comporta con normalidad… hasta la noche. Cuando decide que no va a dormir: se pasa toda la noche en vela (la periodista confiesa que muy complicado no dormirse) y consigue asustar así a la responsable del pensionado. La toman por loca y acaba en la isla de Blackwell, un terrible establecimiento psiquiátrico en el que las enfermas viven en una situación infrahumana. Tanto, que la joven Nellie empieza a preguntarse como conseguirán sacarla del lugar. Lo consigue finalmente y sus crónicas para el New York World conmueven de forma tan elevada a la sociedad de la época que se abrirá un proceso judicial. El estilo del libro es, digamos, decimonónico. Cuando consigues pasar por alto las efusiones y ciertos giros ahora muy pasados de moda, es estupendo. Sobre todo porque todo lo que cuenta es real, sobrecogedoramente real (la misma Nellie llega a preguntarse si algunas de sus compañeras están realmente locas o si entraron realmente mal de la cabeza), y sobre todo escrito por una veinteañera en 1887. El tomo, muy breve, incluye además dos crónicas de Bly: su incursión en la industria de la sombrerería y su intento de conseguir un trabajo como doncella.

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