miércoles, 28 de noviembre de 2012

La Huelga de la Canadiense y la jornada laboral de 8 horas

La Huelga de la Canadiense y la jornada laboral de 8 horas


Para la burguesía, el anarcosindicalismo se estaba convirtiendo en una clara amenaza para el orden social que sustentaba su hegemonía social y económica. La prueba de fuego entre ambos se inició el 5 de febrero de 1919 con el conflicto de la Canadiense en Barcelona, una huelga mítica en la historia del sindicalismo libertario por su importancia, duración y dimensiones. Mientras en Berlín habían asesinado a Rosa Luxemburgo el 15 de enero, en Barcelona, durante las semanas previas a la huelga, había incidentes entre libertarios y ugetistas, con algún asesinato durante la huelga de tipógrafos; acusaciones de Pestaña contra Cambó (Lliga Regionalista) sobre la intención de asesinarlos a él y a Seguí; suspensión de las garantías constitucionales; clausura de sindicatos; detenciones de dirigentes y activistas libertarios; buques de guerra en el puerto y censura de prensa. La cuestión de fondo que alimentó la huelga fue, además del derecho a la sindicación, el intento de forzar a la patronal al reconocimiento definitivo de la CNT como la interlocutora del mundo del trabajo en Cataluña.

 La huelga de la Canadiense (llamada así porque el principal accionista de la Compañía era el Canadian Bank of Commerce of Toronto) se prolongó por 44 días convirtiéndose en huelga general paralizando el 70% de la industria catalana. El conflicto comenzó al organizarse entre el personal de oficinas, un Sindicato Independiente, que el gerente de La Canadiense, Fraser Lawton, nunca aceptó, por lo que éste empleó como estrategia hacer fijos ocho empleados eventuales y rebajarles el sueldo. Éstos protestaron con el argumento de que: «a mismo trabajo, mismo sueldo». Estas ocho personas, que eran precisamente las que habían organizado el Sindicato Independiente dentro de la empresa, inmediatamente fueron despedidos por Lawton. Cinco de los sancionados pertenecían a la sección de facturación y sus compañeros, en acto de solidaridad, el día 5 de febrero de 1919 se declararon en huelga hasta que se readmitiera a sus compañeros despedidos. Los 117 empleados de la sección de facturación se dirigieron hacia Gobernación para hablar con el gobernador, que les prometió que intercedería por ellos ante la empresa, si volvían al trabajo. Cuando éstos volvieron, se encontraron con fuerzas de la policía que les impedían el paso, no dejándoles entrar al interior del edificio, produciéndose diversos incidentes y quedando todos ellos despedidos. Al día siguiente la noticia corrió por Barcelona como un reguero de pólvora.



Foto de las instalaciones la compañía.

 Los huelguistas buscaron la ayuda de la CNT, que se involucró en el conflicto. Se nombró un comité de huelga que lo formaron varios de los despedidos y miembros de la CNT y que estuvo liderado por Simó Piera. La huelga se extendió hacia los encargados de la lectura de contadores. Contado la huelga con un amplio apoyo popular —se formaron cajas de resistencia que recaudaron 50.000 pesetas en una semana— el gerente de la empresa propuso una negociación cuya fecha fue fijada para el 17 de febrero en el edificio de la compañía y a la que acudiendo cinco delegados en representación de los trabajadores. Cuando el gerente se enteró que entre los delegados había un afiliado a la CNT no quiso negociar. Los huelguistas iniciaron cortes en el suministro eléctrico, quedando Barcelona prácticamente paralizada a las cuatro de la tarde del 21 de febrero, aunque había otra compañía —Energía Eléctrica de Cataluña— que seguía suministrando energía. El 4º Regimiento de zapadores y algunos marineros ocuparon la sede de la empresa y llegó a la ciudad un nuevo gobernador militar, Martínez Anido. Con el permiso de los inversores, Romanones confiscó la empresa y los ingenieros militares consiguieron iluminar la ciudad la noche del 22. El día 23 se unieron a la huelga los trabajadores de la compañía Energía Eléctrica de Cataluña, lográndose el paro total de las compañías eléctricas. El 26 los trabajadores de las compañías de aguas y del gas se sumaron a la huelga, por lo que dichas empresas también fueron confiscadas.



Concentración al final de las Ramblas en los inicios de las movilizaciones de la Canadiense.

 El 3 de marzo los trabajadores de la central eléctrica de Sant Adrià del Besos secundan la huelga y el día 5 el general Milans del Bosch dicta un bando para llamar a la movilización a todos los hombres entre 21 y 38 años del ramo de la electricidad que tan solo sale publicado en el Diario de Barcelona. Los cenetistas convocados para la movilización decidieron el 7 de marzo no incorporarse a filas, lo que provocó que fueran encarcelados. En totol, unos tres mil trabajadores llenaron las prisiones, el castillo de Montjuïc y los buques de guerra del puerto, sometidos a la jurisdicción militar, puesta al servicio de la patronal catalana tras la declaración del estado de guerra el 12 de marzo.

 Barcelona fue ocupada por los militares y las cajas de resistencia podían llegar a recoger decenas de miles de pesetas semanales. Romanones se inclinó por algunos nombramientos políticos para propiciar el diálogo y el día 15 se abrieron las negociaciones. El 17 se llegó a un acuerdo, se levantó la censura roja (que ejercía el Sindicato de Artes Gráficas) y el estado de guerra. Dos días después concluía la huelga con un balance bastante favorable para los trabajadores: jornada de ocho horas, mejoras salariales, readmisión de los despedidos y libertad para los detenidos.

 Unas 20.000 personas se congregaron ese día en la plaza de toros de las Arenas para ratificar el acuerdo, pero el propio Seguí fue recibido con un importante abucheo porque algunos trabajadores seguían detenidos por los militares. Para el «Noi del Sucre» se trataba de elegir entre la consolidación de las mejoras conseguidas o rescatar por la fuerza a los detenidos, con el consiguiente baño de sangre, que podía ser el inicio de la revolución social; pero, aunque dominaban las calles, ¿estaban en condiciones de vencer a los militares? Acordaron volver al trabajo y dar un plazo de tres días para la libertad de todos los detenidos. Con el apoyo de Lliga, Milans del Bosch optó por no liberar a los detenidos. Burgueses y militares esperaban acabar con los anarcosindicalistas si éstos optaban por la huelga general revolucionaria.

 Los más radicales acabaron convocándola el 24 de marzo, y el 25 el capitán general declaró por su cuenta el estado de guerra. Al día siguiente, unos ocho mil paramilitares del Sometent salieron armados a las calles de Barcelona bajo la dirección del nacionalista Ventosa Calvell. El propio Cambó afirmó que se había paseado con un fusil por las calles de la ciudad. El día 30 el estado de guerra se extendió a toda España y el 1 de abril la huelga general abarcaba las ciudades más industrializadas de Cataluña. Al día siguiente todos los sindicatos fueron clausurados, aunque Romanotes decretó la jornada de ocho horas a partir de octubre para desbrozar el camino de la vuelta al trabajo, hecho que se empezó a producir a partir del día 5.

 Los partidarios de la huelga habían sido derrotados, y con ellos la sensación de imbatibilidad que acompañó a la CNT durante la huelga de la Canadiense. El grupo de presión formado por los militares y la Lliga, ésta a través de la patronal, se había impuesto a las decisiones del gobierno, que dimitió. La burguesía catalana, que propugnaba la reforma del estado para acomodarlo a sus intereses, se había aliado con los militares hasta el mismo límite del golpe de estado, también para defender sus intereses económicos. No era la primera vez. Ya habían llevado a término una campaña de delación tras la Semana Trágica; llevaban años oponiéndose a las reformas sociales de diferentes gobiernos en nombre de la no intervención, pero pidiendo la intervención del ejército contra los trabajadores, es decir, propiciando el militarismo.

 Tampoco sería la última, porque apoyarían el golpe de Primo de Rivera en 1923 y contribuirían a financiar el golpe de 1936. El pistolerismo patronal El fracaso de la huelga posterior al conflicto de la Canadiense animó a la patronal a dar el siguiente paso de su estrategia: acabar con la fuerza organizada de los trabajadores aplastando a la CNT. Las garantías constitucionales quedaron en suspenso y el 31 de marzo es aplicacada por primera vez la Ley de fugas que acaba con la muerte de Miguel Burgos, secretario del sindicato de ramo de curtidores de la CNT. La patronal pactó con Maura, que los dejó hacer, y, bajo la ley marcial, la represión que tuvo lugar durante la primavera y el verano llevó a la cárcel a unos 43.000 confederados, sin distinguir entre partidarios y detractores de la violencia, lo que dio razones a los primeros para formar grupos de acción, y restó argumentos a los segundos ante el ataque indiscriminado.



Manifestación en Madrid. 1 de Mayo de 1919.

 Los intentos de mediación del gobierno, que los hubo, chocaban con la estrategia de la patronal y fracasaban uno tras otro; incluso el cierre patronal parcial de noviembre de 1919 tuvo todo el aspecto de ser una medida de presión para derribar al gobierno reformista, con la finalidad de, acusándolo de falta de autoridad, obligarlo a dar un salto cualitativo en la represión, o evitar, al menos, su injerencia en los métodos de la patronal pactados con el capitán general, que, sin exagerar, pueden calificarse de fascistas.

 Cuando el 10 de diciembre de 1919 la CNT inauguraba su II Congreso en el Teatro de la Comedia de Madrid, que generalizaría los Sindicatos Únicos y ratificaría la línea anarcosindicalista aprobada en Sants, Barcelona estaba bajo el cierre patronal, que había conseguido derribar al gobierno y se prolongaría un par de meses. Ese mismo día 10, la patronal, los carlistas y otros sectores reaccionarios constituían en la ciudad condal los Sindicatos Libres. Todos los ingredientes del cóctel estaban sobre la mesa.

 La CNT tenía entonces cerca de 800.000 afiliados, más de la mitad en Cataluña. Otros 55.000 no federados asistieron al congreso. Había sido capaz de hacer frente a la represión sin desintegrarse y estaba en su cenit. Faltaban aún los años más duros de guerra sucia, en los que todo valió contra la CNT. Aunque la burguesía mantuvo el poder por la violencia, la función revolucionaria del anarcosindicalismo encarnaba el futuro. El 8 de marzo de 1921, Eduardo Dato, presidente del Consejo de Ministros, fue asesinado al recibir más de 20 disparos cuando circulaba en su coche por la Puerta de Alcalá de Madrid.

 Tres anarquistas fueron detenidos y declarados culpables: Pedro Mateu, Juan Casanellas y Luis Nicolau. Dato había promovido y apoyado la represión al movimiento obrero y la llamada Ley de fugas, conviertiéndose en el responsable principal de la persecución sangrienta al movimiento sindicalista. El hecho de que dos de sus ejecutores, Casanellas y Nicolau, inicialmente hubieran podido escabullirse, psicológicamente creaba en Madrid la sensación de una posible segunda "vuelta".

 El cargo de presidente del Consejo de Ministros, antes tan deseado, ahora era "tabú", asemejándose más a la antesala de un condenado a muerte. En agosto de 1922, Pestaña fue víctima de un intento de asesinato mientras daba un discurso en Manresa y, el 10 de marzo de 1923, el Noi del Sucre fue asesinado de un tiro en la calle de la Cadena de Barcelona. Días antes antes había recibido el siguiente anónimo: "reunidos los elementos del Sindicato Libre, hemos acordado asesinarte a ti y a Pestaña, entre otros. Esta vez no escaparéis ninguno, aunque tu serás el primero". En el mismo episodio dejaron malherido a Francisco Comes, conocido como "Perones", que moriría pocos días después.



Flores depositadas en el lugar donde El Noi del Sucre fue asesinado.



 Las memorías de García Oliver, recogidas en "El Eco de los Pasos", sirven para hacerse una idea del clima de agitación, represión y tensión que se respiraba por entonces:

(...)
Fui a Manresa y me arreglé con Quimet, dueño del Kursaal. Era de los que siempre vivieron por, para y de las mujeres. Un macarra, como vulgarmente se dice. Alto y de un blanco pálido, estaba recostado en un amplio sillón, con el aspecto de quien está más para irse al otro barrio que para dirigir un establecimiento de aquella naturaleza. En esta labor era ayudado por su mujer, que todavía se conservaba de buen ver.
Con Figueras convinimos trabajar armados cada uno de la pistola, pues era de suponer que los pistoleros no dejarían de manifestarse. Estábamos dispuestos a llevárnoslos por delante, pues la Organización había decidido cobrarse el atentado a Pestaña. Especialmente Espinal, quien, por haber sido el organizador de la conferencia que tenía que pronunciar Pestaña, se sentía culpable de las graves heridas que le infligieron. Los días que Medín Martí y el Pelao estaban en Manresa, venían los tres a tomar café y permanecían largo tiempo sentados, en espera —decían— de que apareciesen los fulanos.
En los pocos meses que estuve trabajando en Manresa, los pistoleros del «Libre» desaparecieron. El trueno que nos sacudió de pies a cabeza vino de Barcelona.
Haría unos quince días que había dejado el trabajo en el Kursaal; Quimet, el dueño, que estaba enfermo de varias dolencias a cuál más grave, suspendió el funcionamiento de su establecimiento. Y yo me fui a Barcelona. Para no gastar mucho del dinero que había ahorrado en Manresa, me instalé a todo estar en una taberna de la calle Cadena, donde comía tres veces al día, y dormía en un desván. En tres camastros de los llamados de tijera dormíamos Callejas, «Irenófilo Diarot», los dos redactores de Solidaridad Obrera, y yo. La taberna pertenecía a un compañero cocinero, Narciso, que lo montó con un puñado de pesetas, después de la pérdida de la huelga de camareros.
Irenófilo Diarot, Callejas y yo nos disponíamos a bajar a la taberna para tomar la comida del mediodía cuando un día se dejaron oír unos disparos de pistola. «¿Qué será?», nos dijimos.
Los tiros habían sonado cerca. Seguramente se trataba de un atentado. Pero aquél, cometido a la hora en que las gentes van a comer, o acaban de hacerlo, no estaba llamado a ser uno más.
Narciso apareció en el dintel de la puerta de nuestro cuarto, demudado, sus ojos muy abiertos expresaban el horror y el odio más grandes que una cara humana pueda expresar.
— ¡Han matado al Noi de Sucre!
— Esto es el fin de todo. Acabarán con todos nosotros —se lamentó Irenófilo.
— ¿Tú qué crees, será el fin? —me preguntó Callejas. —¡Yo qué sé! Puede ser el fin y puede ser el principio. Dependerá de cómo tengamos los nervios.
Reviví la impresión que me produjo Seguí, hacía unos veinte días, cinco antes de que se clausurara el Kursaal, al dar una conferencia en un cine de Manresa a la que asistimos, como grupo de defensa del Noi, el Pelao, Medín Martí y yo. Fue la suya una larga requisitoria contra Alfonso XIII y su camarilla de generales y políticos que por entonces aparecían como responsables del desastre de Annual, allá en los pelados cerros del Rif.
Seguí fue duro, implacablemente detallista sobre los verdaderos responsables del desastre de Annual, y afirmó su propósito de llevar el contenido de aquella conferencia a todos los escenarios del país. Yo no pude por menos que pensar: «Si no te matan».
Y así fue. Lo mataron los de la camarilla del rey. Utilizaron el equipo de pistoleros de Homs.
Aquel día no comimos. Nos acercamos los cuatro al cruce de las calles Cadena y San Rafael. Los cuerpos de Seguí y de Paronas habían sido recogidos en una ambulancia de la Cruz Roja. En el suelo, y encima de un charco de sangre, había un ramo de flores.
Seguí era muy querido. Tenía muchos adversarios, aun dentro de nuestra Organización, cosa natural en un movimiento obrero que aglutinaba todas las tendencias ideológicas del socialismo no marxista. Pero en nuestra Organización se le respetaba y se le quería. N,o faltaban compañeros, como Picos, implacables oponentes de Seguí. Pero Picos era eso: Picos, un zapatero anarquista que vivía por y para ladrar al más destacado de los militantes, y puesto que era el Noi el más destacado, Picos ladraba más fuerte ante sus hechos y sus intenciones.
Picos tuvo su reacción. Cuando mataron al Noi, Picos, preso en la Modelo de Barcelona, se tiró desde lo alto de la galería a la planta baja, muriendo en el acto. ¡Pobre Picos!
«¡Antes morir que arrodillarnos! ¡Antes morir todos que entregarnos! ¿Quieren acabar con nosotros? Pues a defendernos con toda clase de armas.» Estas eran las exclamaciones de toda la militancia, sindicalista o anarquista. De los de Bandera Negra y los de Bandera Roja.
El asesinato de Salvador Seguí desató la tormenta en las calles de Barcelona, en Manresa, en Valencia, en León, en Zaragoza.
Los que formaban en torno a Seguí un núcleo que pretendía ser de superhombres, como si hubieran oído la lamentación de Irenófilo Diarot —«Esto es el fin de todo»—, se alejaron de la Organización. De ser cierto que tanto querían a Seguí, no lo habrían hecho, porque, en aquellos momentos, Seguí y la Organización eran una misma cosa. En cambio, la Organización no fue abandonada por aquellos a quienes los reformistas sedicentes amigos de Seguí adjetivaban de irresponsables». Los «irresponsables» pasaron a ser los únicos responsables de la Organización: los hombres de acción, obreros anónimos, militantes ejemplares que daban siempre la cara, en los comités de fábrica, en las secciones, en los sindicatos.
El enemigo, la patronal, los libreños, las autoridades, sabían bien que quienes quedaban eran los mejores, élites de una lenta selección 'de años. Caían a racimos a diario: Canela, Salvadoret, Albaricias, Archs, Pey y tantos otros.
¿Cómo parar aquel alud de asesinatos de los mejores militantes del sindicalismo revolucionario?
Las acciones justicieras y vindicativas se iniciaron con la audacia de quienes no estaban dispuestos a desaparecer ni a caer de rodillas. Primero fue en la calle Puertaferrisa, de Barcelona, sede principal del requeté catalán. Los anarcosindicalistas —hecha ya la fusión de Bandera Roja y Bandera Negra'— irrumpieron disparando sus pistolas y dejando un reguero de muertos. En Manresa, en un enfrentamiento entre compañeros y los jefes de los sindicatos Libres, resultaron cuatro de éstos gravemente heridos. En Valencia, el ex gobernador de Barcelona Maestre Laborda sucumbió a un atentado. En León, al ex gobernador de Bilbao, Regueral, le ocurrió lo mismo. E idéntico fin tuvo el cardenal Soldevila, en Zaragoza.
En la calle, la reacción retrocedió despavorida. Ya no eran los anarcosindicalistas los que abandonaban la Organización y se aprestaban a doblar las rodillas. Nunca como entonces se perfilaron en la militancia los verdaderos lineamientos de la revolución social. Se vivía y se trabajaba por y para ella, febrilmente. Por primera vez se planteó el dilema: «El terrorismo no conduce a la revolución. El terrorismo, al ser válvula de escape de la ira popular, impide la explosión revolucionaria». «Defenderse, sí; pero acelerando el proceso de preparación revolucionaria». «Ya no somos anarquistas y sindicalistas que marchan por caminos opuestos. Ahora, y en adelante, anarcosindicalismo.»
La reacción española nos llevaba ventaja. Esta vez nos ganaría. La partida se jugaba entre tres: los liberales masones, que impusieron a Pórtela Valladares como gobernador civil de Barcelona, para ver de contener, aunque fuese en duelo pues que se le tenía por gran espadachín, al capitán general Miguel Primo de Rivera. Este, junto con Francesc Cambó, marchaba apresuradamente hacia el golpe de Estado. Y nosotros, los anarcosindicalistas.
Un mes antes del golpe de Estado, lo más selecto de la militancia anarcosindicalista de Barcelona había sido detenido, con procesamientos por delitos imaginarios.
En aquella ocasión ganaron. ¿Sería siempre el ganador el ejército?
Mi proceso se instruía en Manresa. Eramos tres los encausados: Roigé, Figueras y yo. En el incidente del café Alhambra habían resultado heridos cuatro individuos: el secretario general de los sindicatos Libres y su tesorero general y dos pistoleros guardaespaldas. El fiscal, civil pero hechura de la dictadura militar, calificó los hechos de asesinato en grado de frustración, pidiendo para cada uno de nosotros la pena de 12 años y un día. La defensa, encomendada a Eduardo Barriobero, presentó lo ocurrido como una pelea, alegando que después del tumulto sólo aparecíamos nosotros detenidos y procesados y que, en consecuencia, lo procedente era declarar nulo el proceso y promoverlo de nuevo, procesando a todos, heridos y heridores, incursos en el mismo delito de riña tumultuaria. Eso, o nuestra absolución.
El tribunal, ateniéndose a los principio jurídicos alegados por nuestro abogado, desechó la calificación fiscal y condenó en grado mínimo a cada uno de los cuatro heridos, a un año y un día a Figueras y a mí y absolvió a Roigé. Francisco Ascaso no figuraba en el proceso.
Ya por entonces, el general Martínez Anido ocupaba el ministerio de la Gobernación del gobierno dictatorial de Primo de Rivera. A extinguir la condena fuimos llevados Figueras y yo al penal de Burgos. En él, los presos eran matados a palos. De hacerlo se encargaban noventa cabos de vara, reclutados entre lo peor que entraba en la prisión. La selección consistía en elegir entre los chivatos recomendados por los directores de las cárceles de origen, los soplones de la policía, los elementos que eran transferidos al penal para no salir nunca, los gitanos andarríos que instintivamente odiaban a los no gitanos, a los «payos».
El Cuerpo de Prisiones estaba magníficamente representado, desde el director, Anastasio Martín Nieto, al administrador, Raimundo Espinosa, pasando por el jefe de servicios, don Juan «El Gallego».
La disciplina impuesta en el penal de Burgos era mitad de palo y mitad de extorsión. Del palo se encargaban los noventa cabos de vara. Los presos eran recibidos a punta de vara y de la misma manera eran conducidos a la celda. Terminado el período de celda —que consistía en brutales apaleamientos diarios—, cuya duración dependía del humor del director, el preso era transferido al llamado departamento de Higiene, que se encargaba de la limpieza del interior de la prisión, efectuada durante un sincronizado apaleamiento de los penados, colocados en filas de seis. Detrás de cada fila, los cabos de vara golpeaban sin cesar las espaldas de los presos agachados. Los que caían reventados eran recogidos y llevados a la enfermería, donde generalmente fallecían. El médico de la prisión certificaba fallecimiento, por congestión o ataque cardíaco casi siempre. Nunca por apaleamiento.
(...)
Juan García Oliver



Juan García Oliver



 El asesinato del Noi del Sucre produjo estupor en Barcelona y clamores de protesta en todo el país. La defensa confederal no se hizo esperar e intervino con la ejecución del gobernador de Vizcaya, Fernando González Regueral (el 17 de mayo, en León) y del cardenal arzobispo, Juan Soldevila y Romero (el 4 de junio, en Zaragoza). La lucha social de clases se había convertido en el gran problema para las clases dirigentes del país. Esta espiral de violencia y pistolerismo, iniciada por la patronal y a la que respondió la CNT, duraría hasta finales de 1923 con el golpe de estado de Primo de Rivera.

http://madrid.cnt.es/historia/auge-de-la-cnt/


El pistolerismo (I): La huelga de La Canadiense

Con este texto inicio hoy una serie de varios que iré salpimentando con otras historias y que no sé, en realidad, cuántos van a ser. Pretendo relataros, sin hacerme pesado a ser posible, uno de los periodos de la Historia reciente de España más impresionantes, a la par que olvidado. En puridad, si lo que ocurrió en España en el espacio de apenas cuatro o cinco años hubiera ocurrido en Estados Unidos, hoy todos podríamos contar que alguna vez hemos visto una película sobre el tema, y los principales protagonistas de los hechos se nos vendrían a la memoria con el rostro de actores de primerísimo nivel.

España, sin embargo, parece más bien haber optado por olvidar los años del pistolerismo. Años en los que las calles de una ciudad, en este caso Barcelona, se asemejaron a las de Chicago o Nueva York muy poco tiempo después o, incluso, las superaron. Al contrario que en el caso de la Mafia, sin embargo, el pistolerismo español tuvo otro origen que no tiene demasiado que ver con el crimen organizado, aunque nunca sabremos, en realidad, hasta qué punto las matanzas de empresarios y de obreros no escondieron la labor de personas sanguinarias, poco interesadas en los orígenes de la violencia y sí en la violencia como tal.

Sea como sea, es totalmente indudable que el pistolerismo tiene un origen político. Es hijo de las ideas anarquistas y del supremo egoísmo de no pocos empresarios de Barcelona, familias de honda raigambre y apellido famoso poco dadas a la llegada del progreso. En ambos lados, la defensa de los derechos obreros y la de los privilegios patronales, siempre han existido miembros decididamente no violentos. Pero no fue ése el caso de la Barcelona de finales de la segunda década del siglo XX. Como ha señalado Frederic Escofet, que llegaría en los tiempos de la República a ser el responsable de orden público del presidente Companys, Barcelona, a principios de siglo, era la población española más accesible desde Europa y, al tiempo, tenía una honda tradición de lenidad en la persecución del crimen. Los policías en Barcelona eran pocos, estaban mal preparados y mucho menos aún para enfrentarse a un entorno de terrorismo generalizado. Esto hizo de Barcelona el Sangri-la de todos los delincuentes del continente, que fueron a caer en una olla hirviendo.

La olla hervía, en efecto, desde varios años atrás. El anarquismo español siempre estuvo impregnado de una suerte de humanismo individualista; muchos anarquistas no bebían ni fumaban ni comían carne, prácticas muy modernas como sabemos, porque consideraban que los vicios esclavizaban al hombre. Los valores de la solidaridad y de la generosidad eran ampliamente propugnados. Pero, al mismo tiempo, junto a este anarquismo filosófico creció el político y sindicalista, el bakuninismo que se planteaba la necesidad de ir más allá del individuo y la necesidad de acabar con las estructuras estatales. No pocos anarquismos sostenían la necesidad de usar cualesquiera herramientas para conseguir esta victoria, incluida la violencia terrorista. Así las cosas, anarquistas son los grandes asesinos y aspirantes a asesinos de finales de nuestro siglo XIX y principios del XX, entre ellos Mateo Morral, quien se atrevió incluso a lanzar una bomba a los pies de un rey que iba a casarse.

El bautismo de fuego revolucionario el anarquismo español fue la Semana Trágica de Barcelona; que fue, desde luego, reprimida, pero que aportó algo muy importante para toda revolución: un mártir, en la persona de Francisco Ferrer Guardia, así como la convicción de un poderío movilizador. La Semana Trágica enseñó a los anarquistas que los obreros catalanes, por así decirlo, les pertenecían. Por muchos intentos que hizo la socialista, entonces marxista, UGT, por penetrar en ese mercado, por así decirlo, no lo conseguiría hasta que, en 1937, la CNT fuese abatida tras esa pequeña guerra civil dentro de la guerra civil que fue la represión de anarquistas y POUM en Cataluña. A mediados de la segunda década del siglo XX nació la Confederación Nacional del Trabajo. No tardaría en levantarse el telón.

A pesar de que la Semana Trágica había sido un importante aviso para navegantes de que algo pasaba en el proletariado barcelonés, no hubo grandes cambios en la actitud de los patronos. En 1917, sin embargo, algo ayudó para que la pasión obrera cambiase y se pusiese al rojo vivo: la revolución rusa que, sobre todo en su primer estadio, estaba lejos de parecer el movimiento de pura raíz marxista que luego fue. En agosto de 1917, el día 13, hubo disturbios en Barcelona, disturbios que fueron conocidos en su época como la Semana Cómica, lo cual lo dice todo de las diferencias de intensidad que registraron sobre los de 1909. Aquel fracaso espoleó al anarquismo más radical, que llegó a la conclusión de que no había más salida que la rusa, esto es la insurrección armada. El 7 de octubre de aquel mismo año, en el Clot, una barriada entonces muy popular de Barcelona, dos personas mataron al industrial Joan Tapias. Y, en los siguientes días, mataron a seis empresarios más. Había empezado la tangana.

Según Ángel Pestaña, un líder anarquista que podríamos considerar moderado, la CNT propiamente dicha deploró los atentados y desechó hacer hilo con esa estrategia terrorista. Pero lo cierto es que hubo grupos de obreros que, ante el ejemplo, decidieron contratar pistoleros para que se cargasen a los malos patronos. Pero es que, además, los empresarios no se quedaron quietos. Decididos a responder al hierro con hierro, los empresarios forzaron el nombramiento al frente de la policía de uno de los personajes más siniestros de esta historia: el comisario Manuel Brabo Portillo. Brabo, además de funcionario de policía, era un auténtico mercenario sin escrúpulos que llevaba ya bastante tiempo alquilando su pistola, su gatillo y el dedo que lo presionaba a los alemanes. Desde el comienzo de la primera guerra mundial, en 1914, y dado que España había permanecido neutral, Barcelona y su sector industrial se habían convertido en escenario de los más sucios sabotajes y movidas. Según se ha publicado, Brabo había matado personalmente a un ingeniero, Josep Albert Barret, que trabajaba en una empresa que estaba fabricando para los franceses (enemigos de los alemanes). Claro que quien a hierro mata, a hierro muere: el espionaje francés acabó reuniendo pruebas de que Brabo pasaba información a los alemanes de los barcos que salían de Barcelona cargados de suministros para los aliados, de forma que pudieran torpedearlos. Brabo fue encausado y apartado del servicio. La separación de Brabo, sin embargo, no detuvo los incidentes y los atentados.

De todas formas, la situación era susceptible de empeorar, y empeoró. El fin de la guerra, el 11 de noviembre de 1918, fue una tragedia para la fragilísima paz social barcelonesa, por llamarla de alguna manera. Hasta ese momento los empresarios, y sobre todo los catalanistas englobados en la Lliga Regionalista de Françesc Cambó, habían contemporizado con los obreros, dado que nadaban en pedidos y querían cualquier cosa menos huelgas. Con el fin de la prosperidad, sin embargo, ese interés, simplemente, desapareció.

El 16 de enero de 1919, tras unos incidentes entre nacionalistas y españolistas durante una representación de teatro, el gobernador civil de Barcelona, Carlos González Rothwos, suspendió las garantías constitucionales en la provincia. En pocas horas, la policía hizo una redada monstruo, detuvo a decenas de cenetistas y los metió en la cárcel Modelo. Con esas detenciones, tanto el gobierno de Madrid como la burguesía catalana se situaron en un punto de no retorno. De poco sirvió la entrevista clandestina ofrecida por Cambó a Pestaña en casa del arquitecto Puig i Cadafalch (uno de los grandes del modernismo catalán, autor, entre otras, de la bellísima Casa Ametller); de todas maneras, Cambó no se presentó, dejando claro que le preocupaba llevarse bien con la CNT, pero no la respetaba demasiado.

Así las cosas, sólo era cuestión de tiempo que los obreros mostrasen su poder. Y ese momento llegó en 1919, con la archifamosa, entonces, huelga de La Canadiense.

La Canadiense era la Barcelona Traction Light & Power, una empresa fundada por un banco de Toronto; de ahí el mote. Su fundador, Fred Stark Pearson, falleció durante la guerra mundial cuando su trasatlántico, el Lusitania, fue hundido por un submarino alemán. En ese momento, se produjo una situación parecida a la que hemos vivido recientemente con Endesa: dos grupos, Heidamann y Sofima, pelearon por quedarse con la empresa; sólo que su pelea consistió, no, como en Endesa, en elevar lo más posible el precio de la acción, sino en todo lo contrario, en tumbarlo. Qué mejor que una buena huelga para conseguirlo.

Por su parte, la conciencia obrera crecía en la empresa la cual, al parecer, pagaba de pena. En enero, ocho escribientes que reclamaron ser hechos fijos como otros trabajadores fueron despedidos por el director general, el inglés Fraser Lawton. En una típica reacción del sindicalismo anarquista, los 117 compañeros de los escribientes en el departamento de Administración fueron a la huelga. Y no lo hicieron como ahora, no. Los 117 se presentaron el 5 de febrero de 1919 en las oficinas centrales de la empresa, en la plaza de Cataluña, y se sentaron en su puesto. Pero, a una determinada hora, rompieron sus plumas, las tiraron al suelo y se marcharon.

A pesar de que González Rothwos, el gobernador, les prometió que todo se iba a arreglar, al volver al edificio los escribientes se encontraron con el comisario Francisco Martorell, sucesor de Brabo Portillo, quien les comunicó que estaban todos en la puta calle. La reacción en la empresa fue que otros departamentos comenzaron a declararse en huelga. Dos días después, los despedidos eran… ¡dos mil!

No fue hasta entonces que la CNT tomó el control del conflicto. El sindicato intentó negociar, pero Lawton contestó anunciando que quien no se presentase a trabajar en 24 horas estaba despedido. La CNT respondió cesando la lectura de contadores y la presentación de recibos, o sea, dejando a la Canadiense sin ingresos. Tan sólo un cobrador, Joaquim Baró, se negó a dejar de trabajar. Tres desconocidos le dispararon en la calle Calabria, en el Ensanche. Murió pocos días después.

Lawton ofreció 10.000 pesetas, un auténtico pastón de la época, por información sobre los asesinos de Baró. Pero nunca fueron delatados. Aquella firmeza parece que hizo reconsiderar las cosas a Lawton, que ofreció negociar. Sin embargo, el encuentro salió mal porque el inglés no aceptó que en el mismo se presentaran personas que no eran trabajadores de la Canadiense (un sindicalista de la CNT). Dado que no hubo acuerdo, los anarquistas pasaron a la segunda fase, consistente en dejar Barcelona sin luz.

El 21 de febrero de 1919, a las cuatro de la tarde, el fluido eléctrico de Barcelona se interrumpió. El día 23, ante la falta de respuesta, paró toda la energía eléctrica de Cataluña. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, se reunieron las principales familias de Barcelona con los responsables del orden público, entre los cuales se encontraba el nuevo gobernador militar, Severiano Martínez Anido, quien con el tiempo acabaría siendo todo un símbolo de la represión obrera de aquellos años. Se podría pensar que se reunían para ver de arreglar las cosas. Lejos de ello, aceptaron la propuesta de los militares: incautarse de la Canadiense.

Dicho y hecho. El día 24, el cuarto regimiento de zapadores tomó las instalaciones de La Canadiense y Barcelona volvió a tener luz. No obstante, es claro que no es lo mismo un militar ocupando un puesto de trabajo que un trabajador trabajando. Por mucho que lo intentaron, los militares no consiguieron mantener el servicio en regla; las averías, y muy probablemente los sabotajes de los sindicalistas, fueron muchos. Además, los sindicatos no se iban a quedar quietos: el día 26 se sumaron a la huelga las empresas del gas y del agua, dejando Barcelona en una situación casi medieval. La organización de los sindicalistas era tan perfecta que incluso un dirigente del sindicato de artes gráficas, Salvador Caracena, instauró una muy eficiente censura de prensa: puesto que el personal que hacía los periódicos era anarquista, los periódicos sólo publicarían lo que ellos quisieran.

El 5 de marzo, todos los trabajadores del sector eléctrico entre 21 y 38 años fueron movilizados, militarizados. Eso sí, el bando declarando la movilización no se pudo publicar porque la censura paralela anarquista lo impidió, salvo en un periódico, el Diario de Barcelona, más conocido en su ciudad como El Brusi, no sé muy bien por qué, que fue multado por los sindicalistas (y pagó, por cierto).

El día 7 de marzo, los trabajadores movilizados se presentaron en las cajas de reclutas, pero se negaron ir a los destinos que se les marcaban. La reacción del gobierno militar fue encarcelarlos en el castillo de Montjuich. Llegaron a meter a 3.000 personas.

Tan enconadas estaban las cosas que las soluciones intermedias eran ya poco menos que imposibles. De hecho, la CNT estaba para entonces preparando una huelga total, y lo curioso es que los empresarios estaban haciendo lo mismo: era el famoso lock out, la reacción por la cual los empresarios cerraban sus negocios, como un solo hombre, buscando que los obreros que seguían trabajando no pudieran contribuir a cajas de resistencia para los que estaban en huelga. El día 13 de marzo se declaró el estado de guerra en Barcelona, y las tropas tomaron la ciudad. Sin embargo, desde Madrid se preparó una estrategia de moderación, a través del nuevo gobernador civil de la provincia, Carlos Montañés, un ingeniero apolítico que había tenido relación con La Canadiense. Montañés obligó a las partes a reunirse, reunión en la que los sindicatos pidieron la readmisión de los despedidos y jornada de ocho horas. El escollo eran las readmisiones, pues Lawton se negaba a que fuesen en bloque. El inglés, sin embargo, fue presionado y, a las nueve de la noche, firmaba un acuerdo con los trabajadores; la huelga había terminado, gracias, entre otros, a empujoncitos como el del líder ugetista Largo Caballero, quien desde Madrid amenazaba con una huelga general en toda España si la cosa no se resolvía esa misma noche.

El final de la huelga de La Canadiense, sin embargo, supuso dejar compuestos y sin sus respectivas venganzas a las tendencias más radicales de ambos lados, trabajadores y empresarios. Ninguna de las dos partes estaba dispuesta a renunciar a sus objetivos desestabilizadores.

Los empresarios recibieron un importante espaldarazo desde Madrid, con la decisión del jefe de Gobierno, Romanones, de regular y poner bajo la jurisdicción militar al somatén. El somatén era una especie de milicia cívica de orden que funcionaba en la Cataluña rural, pero ahora fue convertida en una fuerza del orden paralela en Barcelona, puesta además a las órdenes de uno de los dirigentes empresariales más proclive a la violencia, Josep Beltrán i Musitu, integrado en la Lliga de Cambó. Claro que Beltrán no tenía mucha idea de montar mafias asesinas, así pues tuvo que buscar alguien que supiese de la cosa.

Llamó a Brabo Portillo. ¿O realmente os esperabais que fuera a desaparecer tan fácilmente de nuestra historia?

El último acto de la huelga de La Canadiense es el mitin de la plaza de toros de Las Arenas, un acto en el que hace aparición otro personaje fundamental de esta historia: el activista obrero Salvador Seguí, el Noi del Sucre. Seguí, ya lo veréis en sucesivos posts, fue, junto con Pestaña, el más posibilista de los anarcosindicalistas; el menos empeñado en hacer la revolución y más interesado en mejorar las condiciones de vida de los obreros. Al final de la huelga de La Canadiense, Seguí tuvo que enfrentarse al hecho de que la mayoría de los dirigentes sindicalistas estaban presos; por fuertes que fuesen las promesas de Montañés en el sentido de que serían prontamente liberados, esa situación era oro molido para los más radicales anarquistas.

Por esta razón, se convocó un mitin en la plaza de toros al que acudieron unas 50.000 personas. Brutal. Desde el principio, la exposición del acuerdo se encontró con la oposición de los más radicales, que querían petardearlo. Cuando se levantó Seguí, se hizo más o menos el silencio; así pues, aunque estamos aún en una época previa a lo micrófonos, casi todo el mundo pudo oírle expresar el centro de su forma de pensar: si ahora los obreros rompían el convenio, les dijo, nadie volvería a confiar en ellos. Como quiera que seguían las protestas, Seguí decidió dar un movimiento inesperado y temerario.

¿Voleu els presos? –gritó- ¡Doncs amen-los a buscar! (1)

Y su dedo señalaba al castillo de Montjuich.

Fue listo. Jugó con el cansancio de una huelga larga y dura, que se multiplica, además, cuando quien lo está sufriendo sabe que la solución es posible y está cerca. El público, finalmente, aplaudió unánimemente la firma del acuerdo. Seguí había ganado y la paz social también.

Por poco. Por muy poco tiempo. La huelga de La Canadiense había durado demasiado. Lo suficiente como para que dos fuerzas, los patronos paramilitares por un lado y los obreros ultrarradicales por el otro, llegaran a la conclusión de que podían ganar.

Y, cuando dos piensan que van a ganar, siempre hay pelea. Siempre.

http://historiasdehispania.blogspot.com.es/2007/04/el-pistolerismo-i-la-huelga-de-la.html

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