lunes, 24 de diciembre de 2012

La raza catalana

La raza catalana


Enero 22, 2010
Francisco Caja, La raza catalana. Encuentro, Madrid, 2009.

En el origen de toda nación hay un pecado. Si, como viene a decir Anthony Marx, los nacionalismos políticos -por contraposición a los étnicos- son los que ya cometieron sus crímenes hace siglos, no hay nación que no tenga su cuota de esqueletos en el armario, acumulados en el curso del inevitable proceso de uniformación política, social y cultural. La expansión del dominio real y la supresión de los patois en Francia. La persecución de los católicos en Inglaterra. La expulsión de judíos y moriscos, más la persecución de sus vestigios -o sombras- por la Inquisición, en España. La desposesión de los amerindios en EEUU. La Nakba en Israel. Etc. Pero, ¿pueden pecar también los nacionalismos sin Estado? Francisco Caja, profesor titular de Estética en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona y presidente de Convivencia Cívica Catalana, se ha propuesto en La raza catalana rastrear el cuerpo del delito intelectual del catalanismo a través de la doctrina racialista de algunas sus más señeras figuras, de Almirall a Rovira i Virgili. Un pecado que quizás no se limite al pensamiento, a las ideas y los discursos, sino que subyazca bajo los programas nacionalistas como una suerte de subconsciente, por jugar con la metáfora orgánica de la nación tan cara a los nacionalistas metapolíticos.

La literatura sobre nacionalismos en España es extensa y, en los últimos años, a medida que el debate sobre el modelo de Estado ocupaba una porción mayor del espacio público, se han multiplicado los trabajos; muchos de los cuales pretenden plantear, no -o no sólo- un enfoque descriptivo, sino una crítica desmitificadora que desvele la geneaología ideológica de los particularismos. Así el exitoso El bucle melancólico (1997) de Jon Juaristi, que avanzaba por la senda de la melancolía, de las “voces ancestrales”, trazada por Conor Cruise O’Brien; o un estudio modélico como Un pueblo escogido (2001) de Antonio Elorza, que retrata el nacionalismo sabiniano a partir de sus fuentes en el mito fuerista, la literatura popular y la historia romántica a lo Walter Scott. En esta línea crítica, pero atendiendo menos a los aspectos sociológicos y políticos que a los propios discursos de los padres fundadores del catalanismo, se sitúa el recién aparecido libro de Francisco Caja.

El “rostro jánico” del nacionalismo

El nacionalismo, ese fenómeno bifronte, según la fórmula de Anthony D. Smith, mira al pasado para proyectarse hacia el futuro. Tiene un doble carácter recursivo e histórico: participa a la vez del tiempo circular del mito y la conmemoración, del eterno retorno a la manera de Eliade, y del tiempo lineal que precisa el relato moralizado de caída y salvación. Y este carácter escindido se manifiesta más claramente en los nacionalismos sin Estado, que deben actualizar constantemente los agravios, las traiciones y la caída primordiales y ofrecer explicaciones para la decadencia presente sin dejar de  proponer un relato salvífico proyectado hacia un porvenir indeterminado pero inminente, que se verificará tras el paso por el “valle de Josafat de las naciones” (Rovira i Virgili).

Por ello, y porque el nacionalismo bebe en fuentes tan diversas como la Ilustración, la autonomía moral kantiana (Elie Kedourie) y las revoluciones burguesas, por un lado, pero también de las reacciones particularistas contra la modernidad y el cosmopolitismo ilustrado, imperial o clerical, de las pulsiones comunitarias o tribales de la natio en el sentido clásico, en su seno hay siempre una tensión no resuelta entre progresismo y reacción; entre la historia y los ciclos míticos; entre la utopía y la “voz de los muertos”. Ahí, en esa indefinición, como señala John Dewey, reside precisamente la eficacia del nacionalismo: se alza contra el Antiguo Régimen y contra la teocracia, pero conserva algunos de sus rasgos más destacados, y no necesariamente los más amables. Bien es cierto que, aunque estos elementos se hallen siempre presentes, no todas las naciones -con estado o sin él- solucionan su paradoja fundamental de la misma forma. Por equívoca que resulte en última instancia la distinción entre nacionalismo político y étnico, el programa nacional que da origen a la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano no es exactamente el mismo que asoma en los Discursos a la nación alemana.

En este sentido, cabe dudar desde el principio del pedigrí progresista del catalanismo, si por progresista entendemos un impulso igualitario, la concepción de un demos que toma conciencia de sí y avanza colectivamente en la historia. La raza catalana analiza precisamente el énfasis en la diferencia y en la desigualdad de los catalanistas de primera hora, en el tránsito del regionalismo federalista al nacionalismo de pleno derecho. Los nacionalismos románticos habían cubierto la brecha entre su yo reaccionario y su yo progresista, entre pasado y presente, merced a la apelación a la libertad: bien entendido que se trataba de una libertad orgánica, de la libertad de conformarse al propio destino y a la naturaleza de cada organismo, ya se tratase del pueblo o del individuo en su seno, para no vivir una existencia escindida, inauténtica.

El catalanismo, sin embargo, hallará la cuadratura de su círculo -estamos en el último cuarto del siglo XIX, y los romanticismos se han pasado de fecha- en el positivismo biologicista y el historicismo: la doctrina racial francesa difundida por la Société, l’École y el Laboratorie d’Anthropologie de París. La libertad-destino romántica se transmuta en una tendencia biológica: cada raza tiene unos caracteres físicos y morales, un grado de desarrollo y un papel en el drama histórico. Como apunta Juaristi en el prólogo a La raza catalana, el positivismo tenía la ventaja de ser la ideología oficial del republicanismo español y, además, resultar aceptable para los tradicionalistas, que acomodaban el determinismo biológico con sus propios criterios de jerarquía social -de manera no muy distinta a como cierta derecha trata hoy día de arrimar el ascua de la psicología evolucionista a su sardina. Al fin y al cabo, el propio Renan recogía en ¿Qué es una nación? el tópico del origen diferencial de los estamentos en los reinos europeos -el pueblo celta/latino/pre-romano, la nobleza germánica-, y la nobleza castellana, por ejemplo, mantuvo siempre la pretensión de su origen godo.

La raza como metáfora

Aquí es donde el encaje con la apologética progresista del nacionalismo catalán se torna problemático. Pues el discurso de la raza (etnos, natio) no puede ser al cabo sino reaccionario: atávico, aristocrático, anti-igualitario. De hecho, el rechazo del “igualitarismo jacobino” -el “mal francés” del que el estado español está aquejado- es más una precondición que una consecuencia del discurso racialista. Pueblo tiene, al menos en los idiomas latinos, un eco del demos clásico, de igualitarismo y de voluntariedad, del “plebiscito cotidiano” de Renan -en la interpretación usual, que Caja desautoriza-, de proyección hacia el futuro, que se halla ausente en la dura formulación determinista de la raza. La raza es “un ser permanente, por encima del tiempo” (Le Bon), la voz ancestral de los muertos que ejercen su “formidable dominio sobre el alma de los vivos”. Un “río de sangre” que conecta el pasado con el presente, o más propiamente liga a éste de manera ineluctable con el pasado, con el mundo de los muertos. No hay novedad en el círculo de la historia que no sea un error, una corrupción, una caída en desgracia: “Las generaciones extinguidas no sólo nos imponen su constitución física: nos imponen asímismo sus ideas. Los muertos son los dueños indiscutibles de los vivos. Sufrimos la expiación de sus faltas y recibimos las recompensas de sus virtudes” (p. 169). La raza se une a la vez a la tierra con vínculos que van más allá de la habitación o la mera propiedad civil (transitoria, contingente, alienable); ambas forman una unión, un todo indivisible, el precio de cuya ruptura es la inautenticidad en sentido heideggeriano: Blut und Boden. Como veremos, cuando la raza se sublime en lengua, ésta conservará la vinculación metafísica con el territorio sagrado.

No se trata, claro, de que esta raza -la raza “histórica”- sea un fenómeno objetivo, una realidad biológica. Nos hallamos más bien ante un Volksgeist con vaga coartada antropológica e histórica, tanto más vaga cuanto más se radicaliza el discurso racial. No en vano escribía el mismo Hitler -perfectamente consciente de que su teoría racial no era en ningún sentido científica, ni tenía por qué serlo-: “Hablamos de raza judía por comodidad del lenguaje, puesto que no existe, propiamente hablando, y desde el punto de vista de la genética, una raza judía. Sin embargo, existe una realidad de hecho a la que, sin la menor duda, se puede otorgar esta calificación, que es admitida por los propios judíos” (p. 33). La raza es un arquetipo, una esencia, que no resulta aprehensible directamente pero se manifiesta en señales observables: determinados rasgos físicos, una “forma de ser”, un tipo sanguíneo, etc; pero que a ninguno de ellos se puede reducir. En suma, como señala Caja, “una métafora, una ficción”.

Y que nos hallamos en el terreno de las metáforas y de las narrativas, de lo discursivo más que de lo propiamente factual, lo prueba también el “darwinismo” sui generis que exhiben los Gener, Robert, etc. Un “darwinismo” preñado de teleología, que debe más a críticos como Hertwig que al propio Darwin. Hertwig, discípulo de Ernst Haeckel, negaba el papel del azar en el proceso evolutivo tal como se lo había adjudicado el padre de la selección natural. No en vano el azar casa mal con las necesidades históricas y la férrea jerarquización evolutiva típicos de los discursos racialistas. Tampoco está de más recordar que Haeckel se había apartado asimismo de Darwin al abrazar el poligenismo, es decir, la tesis del distinto origen biológico de las razas humanas. Pero, por encima de todo, el biologismo de estos catalanistas de la primera hora representa una forma egregia de la falacia naturalista: no sólo es que se tome como “natural” la existencia de la raza como ente orgánico, como “río de sangre” que vincula a los vivos con los muertos, sino que se deducen todo tipo de juicios de valor a partir de ello. Es decir, no sólo es que la raza sea, sino que debe ser, y debe serlo por siempre, y aun “resucitar” encarnada de nuevo en Nación, si el pueblo que la sustenta no ha muerto ni ha perdido enteramente su “alma” (p. 301).

Tampoco es, como decíamos, que el aspecto histórico-antropológico del racialismo catalanista se distinga por el rigor y la coherencia, ni siquiera cuando es un prehistoriador como Bosch Gimpera quien interviene. La raza catalana tan pronto es indoaria (Gener) como ibérica (Bosch) o celta (Cases-Carbó). Lo importante no es tanto, claro está, lo que sean realmente los catalanes, cuanto que no son lo mismo que los castellanos o españoles. Ya sabemos que la raza no es más que una metáfora, que se hará aún más líquida en el siguiente paso.

Sangre, lengua, tierra

La raza, como la nación, pertenece a ese singular género de cosas que son a la vez eternas y supremamente vulnerables; inmarcesibles, pero a un paso de la desaparición si no media una toma de conciencia o un acto de voluntad. La raza catalana no puede ser menos, y el “río de sangre” que atraviesa los siglos amenaza con secarse ya a comienzos del siglo XIX por la caída de la natalidad. De ahí la nacional-sicalipsis de Hermenegild Puig i Sais, que achaca la decadencia de Cataluña a la mala praxis sexual de los catalanes. Al fin y al cabo, si la nación es un todo orgánico, un cuerpo, es susceptible de enfermar, y hasta de sufrir sequedad uterina debido al coitus interruptus. El estiaje de la sangre catalana sólo puede determinar la invasión de la tierra por otras razas más vitales y húmedas.

La solución, claro, consiste en procrear. Pero, por si la libido nacional no se recuperase, conviene ir desplazando el centro de gravedad de la nación por encima de la entrepierna; a la noosfera si es preciso. Además, las doctrinas raciales van a ir perdiendo prestigio hasta ingresar en el purgatorio tras la Segunda Guerra Mundial y la Descolonización. La lengua irá ocupando el papel de la raza como alma de la nación. No obstante, al igual que la raza histórica no es una realidad biológica, la lengua de los nacionalistas no es necesariamente la de los lingüistas. Caja (p. 261):

La lengua es, antes que todo, un organismo vivo. Como la raza. De tal manera que la distinción entre nacionalismo étnico y nacionalismo cultural es una falsa distinción. (…) Ya en La nacionalidad catalana (1906), Prat [de la Riba] hacía de la lengua el fundamento mismo del pueblo catalán (…) …en ese mismo texto la lengua, la lengua catalana, era descrita en términos que indican que su lengua no era de este mundo: la pureza de la lengua catalana habría permanecido desde tiempos inmemoriales atravesando la dominación romana sin mancharse ni empañarse.

Si Bosch remitía a los “capsianos”, “pueblo de la cultura de las cuevas” (p. 125), Prat de la Riba hablará de “la vieja etnos ibérica” que hizo “resonar los acentos de la lengua catalana desde Murcia a la Provenza, desde el Mediterráneo al mar de Aquitania”, pues “algunos observadores han descubierto ya en las leyendas las pruebas de una variedad fonética, de una fonética especial que, en las especialidades que se conocen, coincide -hecho admirable, pero lógico- con la fonética de la lengua catalana” (p. 262).

Por supuesto, esta lengua no es un accidente histórico, sino la expresión de un pueblo y de su entera visión del mundo, según una versión extrema, avant la lettre, de la tesis Sapir-Whorf. Théophile Simar lo expresa así: “Cuando se dice que raza y lengua se corresponden necesariamente, se sostiene que un pueblo habla necesariamente una lengua determinada y no puede absolutamente servirse de otra lengua” (. O sea, la lengua no es sino otro rasgo -como un determinado índice cefalométrico o la mentalidad pragmática- de ese algo inasible que es la raza.

El triunfo de la voluntad

Pero queda aún una última transformación del Volksgeist, la que Francisco Caja ejemplifica en la figura de Rovira i Virgili. Es la que permitirá conciliar al fin el mensaje nacionalista con la sensibilidad de izquierdas -o intentarlo, al menos. Cedamos la palabra al mismo Rovira: “Sin negar el valor de los elementos raciales en la formación de los pueblos, hemos tenido que constatar la fuerte influencia de otros muchos factores, los cuales a menudo contradicen el factor étnico. Hemos hecho más aún: hemos colocado por encima de todos los factores naturales el gran factor decisivo de la voluntad humana” (p. 306). El hecho diferencial se cifra ya en el terreno de las mentalidades y de la voluntad -si bien ambas siguen siendo meros rasgos de la cosa en sí. No obstante, advierte Caja, erraríamos si interpretásemos esta voluntad con un criterio meramente político, republicano: seguimos en el territorio de un férreo culturalismo, de un nacionalismo espiritualista procedente por vía directa de Alexandru Dimitrie Xenopol, el historiador rumano que inspiró los principios de la Guardia de Hierro.

No, el acto de voluntad al que se refiere Rovira -admirador también de Charles Maurras- no es otro que asimilarse a los catalanes “de lengua y sangre” (p. 311):

En palabras del propio Rovira: “Ellos [los no-catalanes] adquieren una catalanidad de corazón y de alma que les otorga pleno derecho a participar en las prerrogativas morales y sociales de los catalanes de lengua y sangre” (ib.). Aparece aquí la primigenia fórmula que hará fortuna con el pujolismo: “Todos los catalanistas -y señaladamente los de izquierda- estamos dispuestos a tratar y considerar como catalanes a todos los hijos de otras tierras que tengan políticamente la ciudadanía catalana, con una sola condición, y es que ellos mismos se consideren catalanes” (Carod-Rovira, 1994: 162). El decisionismo (voluntarismo) de Rovira muestra aquí su verdadera estofa: los que no se consideren catalanes, los que no esté dispuestos a mantener “las prerrogativas morales y sociales de los catalanes de lengua y sangre” quedarán fuera; esto es, “sólo quedarán fuera los que no quieran entrar”. Una particular lógica que puede sintetizarse del siguiente modo: quedan afuera los que he decidido que estén afuera.

En todo caso, detrás de este “decisionismo” no reside un acto de libertad individual. Nuevamente nos encontramos con la sombra de la inautenticidad, de la “desnacionalización”, de la degeneración. La nación y la naturaleza deciden por uno. “Porque la voluntad nacional es ‘indefugible’, de la que no se puede huir” (p. 326). La sola forma de vivir de acuerdo con uno mismo es hacerlo a través de la nación propia, de la lengua propia, de la raza propia. Y, como dice Rovira por boca de un personaje ficticio: “…te diré que el que no es catalanista, no es plenamente, verdaderamente catalán. Será catalán antropológicamente, fisiológicamente; pero no catalán por el espíritu, que es donde radica la esencia de la catalanidad” (p. 321). En suma (p. 327):

“Desnacionalizarse voluntariamente es un signo de degeneración e impotencia… [...] Esta deserción tiene todas las características de un crimen contra natura, es una inversión espiritual”. El hombre desnacionalizado, “en todo caso, sólo puede reclamar nueve palmos de cuerda y un árbol seco en el que colgarse. Y, aún más, que se pudra colgando al aire, sin que su cuerpo espurio contamine la madre tierra de la que se ha avergonzado”.

Caja dedica aún un último capítulo al nacionalismo violento y sacrificial, inspirado en los sinnfeiners, de Cardona i Civit. Pero lo sustancial del relato está ya expuesto, apuntando hacia la proyección en el presente del racialismo catalanista a través de la figura citada de Jordi Pujol. La exposición del trayecto nacionalista en el siglo XX se reserva para el siguiente volumen, aún por editarse

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